viernes, 22 de marzo de 2019

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LA IMAGEN DE PIEDRA


                
        Caminaba despacio, sintiendo crujir las hojas secas bajo sus pies. Se había tomado unas horas libres para disfrutar del atardecer de otoño, que encendía los árboles del prado con los matices del fuego. Se acercaba al estanque circular cuando distinguió, desde un recodo del sendero, una figura de piedra semioculta entre unos arbustos. Sin pensarlo mucho, se internó en la espesura y atravesó una breve extensión de césped húmedo y desparejo, esquivando con cierta dificultad los charcos que salpicaban de barro sus zapatos de piel. Recién cuando llegó a unos pocos metros de la estatua, Rossi se detuvo, intrigada, y observó. La silueta oscura de un hombre se recortaba contra el mármol límpido de una deidad vegetal, una ninfa solitaria que hundía sus raíces en la tierra. El musgo cubría la base de la roca de la que emergía el cuerpo semidesnudo, grácil y esbelto, de la diosa. El torso levemente arqueado, la frente apenas inclinada, la mano izquierda que sostiene, trenzadas, unas hojas de hiedra.
………
                Tuvo que recorrer la cuadra varias veces, tropezando con las baldosas flojas de la vereda y enfrentando el viento helado que venía del mar, antes de identificar la puerta de entrada. Ya estaba por desistir, pensando que había entendido mal la dirección, cuando encontró la fachada que buscaba, casi oculta por el despliegue luminoso de las torres vecinas. Angosta y cubierta por la hiedra de muchos años, la casa se erguía taciturna en ese barrio que el auge de la construcción había sembrado de cristalinos edificios de apartamentos. Rossi suspiró aliviada. Hubiera lamentado no acudir a la cita. El extranjero que conoció en el prado la había invitado, haciendo gala de modales decimonónicos, a visitar la residencia que alquilaba por los pocos días que estaría en la ciudad. Quería enseñarle una estatua que, aseguraba, se parecía misteriosamente a ella.
                Ya frente a la escultura, que descansaba al pie de la escalinata central del salón, Rossi debió admitir que sus rasgos tenían algo en común. No era extraño, después de todo. A través de su bisabuela materna seguramente compartía un remoto origen genético con la joven toscana que un siglo antes había servido de modelo al escultor. Sonrió y esbozó algunas frases amables con respecto al bloque de alabastro que se erguía imperturbable ante ellos. Aunque se esforzó en no demostrarlo, se sentía sutilmente halagada por la cortés insistencia de su anfitrión en destacar su improbable perfil de divinidad etrusca. Él, con exquisita formalidad, continuó mostrándole piezas de colección mientras disertaba arrastrando las vocales, cantándolas casi.
Dirigía un museo de provincia en las afueras de Florencia y viajaba en busca de objetos que la alta burguesía rioplatense hubiera traído de la Europa del novecientos para adornar sus mansiones. Pasaría un fin de semana en Montevideo antes de continuar su peregrinación hacia Buenos Aires. Cómo habría hecho para descubrir esa casa antigua, esa joya arquitectónica enclavada en pleno Pocitos, se preguntó Rossi, mientras una deformación profesional la inducía a calcular los metros cuadrados y a multiplicarlos por los dólares que cualquier empresa constructora estaría dispuesta a pagar por ese espacio privilegiado. Tal vez la finca fuera propiedad de un anciano excéntrico que se resistía a venderla y la rentaba por breves períodos a diplomáticos o a selectos visitantes del exterior. Era inevitable, de todos modos, que tarde o temprano una compañía de demolición arrancara los paneles de roble que cubrían las paredes, hiciera trizas los vitrales y fragmentara en pedazos la balaustrada de mármol contra la que se apoyaba en ese momento. Pero al menos por ahora la inquietante morada seguía allí, inmutable, resistiendo los embates de la modernización costera de la ciudad. Incluso ellos dos, departiendo cordialmente al pie de un lienzo que representaba en clave dieciochesca una escena pastoril, parecían haber evadido las coordenadas del tiempo para permanecer estáticos, ajenos al devenir de los siglos.
                El italiano era dueño de una sofisticada cultura que evitaba ostentar. Dosificaba la erudición de sus comentarios con una naturalidad encantadora. Rossi, más diestra en el manejo de las cifras que en las disquisiciones estéticas, trataba de seguirlo lo más decorosamente posible, y si alguna de sus tímidas observaciones había errado por un siglo o dos, su educado interlocutor no dio señales de advertirlo. Por el contrario, parecía interesado y comenzaba a cortejarla con una elegante reserva. Su mirada flotaba en torno a ella, envolviéndola en una atmósfera de tenue seducción. Acostumbrada a soportar diversas modalidades de asedio masculino, Rossi se sintió complacida por la refinada displicencia del anticuario. Volvió a sonreír, lo que no era habitual en ella. Acercó la copa a sus labios y paladeó los matices silvestres de un vino oscuro como la tierra, degustando un lejano eco mediterráneo.
                Más tarde, mientras cenaban a la luz de los candelabros, volvió a pensar que había algo incierto en ese hombre, una nota indefinible que no dejaba de intrigarla. Creyó intuir que no buscaba sólo obras de arte. Aficionada a las novelas de espionaje, Rossi no tuvo reparos en entregarse a las más extravagantes conjeturas acerca de las actividades del enigmático florentino. Inteligencia internacional, tráfico de piezas arqueológicas, análisis criptográficos. Sin embargo, su apariencia vagamente arcaica y el aire un tanto anacrónico de sus modales evocaban otra clase de investigación. El paradero del Santo Grial, por ejemplo. La idea de que alguien pretendiera encontrar el cáliz sagrado en un rincón de Montevideo la hizo sonreír. El hombre le devolvió la sonrisa, no sin un destello de interrogación en la mirada. Rossi vaciló, bebió otro sorbo de vino y se arriesgó a confiarle, en un tono ligero, sus inquietudes esotéricas. No muy sorprendido, su anfitrión le contestó que sí perseguía algo especial, aunque no se trataba del tesoro de los templarios ni de los arcanos de la rosacruz. La conversación derivó hacia temas ocultos, remontándose a ceremonias rituales de pueblos indoeuropeos y a cultos precristianos que sobrevivían, intemporales, en algunas zonas de Italia. Brindaron una vez más por los espíritus paganos de la tierra y entre miradas oblicuas y versos de Petrarca apenas susurrados, la velada fue transcurriendo. Rossi practicaba, como era su costumbre, un juego elusivo al que él se plegó sin dificultad, aunque no lograra encubrir del todo las ráfagas de deslumbramiento que encendían de a ratos sus pupilas. Pasaban las horas y la imprecisa sensación de haberlo conocido antes se acentuaba. Recuerdos muy antiguos, perdidos en las brumas del tiempo, pugnaban inútilmente por salir a la superficie.
………
                El coleccionista continuaba su viaje y la había citado para despedirse. La esperaba impaciente en el lugar donde se habían conocido. Aunque más parco que durante la noche anterior, la recibió con una actitud que rozaba lo reverencial. Una niebla brotaba de la tierra, como si el prado respirara y los envolviera en su aliento. Rossi sintió un frío que congelaba sus pies y ascendía por sus piernas y su torso, paralizándola. La circulación de su sangre se hacía más pesada y amenazaba detenerse. Extendió su brazo e inclinó su rostro para mirar las hojas de hiedra, trenzadas, que el hombre acababa de entregarle. Observó con tristeza la palidez travertina de su propia piel, la transparencia veteada del mármol en sus dedos. Vio que el anticuario seguía de pie, solo, frente a su cuerpo atrapado en la roca. Reconoció sus pupilas extasiadas, sus labios que parecían musitar una plegaria secreta, como renovando sus votos ante la diosa reencontrada. La antigua divinidad recuperada al fin, tras milenios de búsqueda. Venerada desde tiempos pretéritos y cautiva otra vez, quizá para siempre, de la devoción de sus fieles. El viento de otoño arremolinaba hojas secas en torno a su pedestal.

jueves, 21 de marzo de 2019

LA CERRADURA EXTRAVIADA


                Tenía pocos amigos y no era dada a confidencias. Tal vez por eso no habló con nadie acerca de los sueños que comenzaron a acosarla después de haberse mudado. Su nuevo departamento, amplio y luminoso, estaba en el piso más alto de una torre solitaria. La ausencia de otros edificios en las cercanías permitía entrever, aunque distante y desde una perspectiva sesgada, la bahía de Montevideo. Ya en los primeros días, Martínez adquirió la costumbre de desayunar en el balcón, entretenida por el movimiento de los buques en el puerto. A mitad de camino, la torre de las comunicaciones resplandecía contra el cielo azul. Casi translúcida, su cúspide se tensaba como un arco, vibrante en la reverberación de la mañana.
               Espejismos, pensaba ella, masticando sus tostadas. Una torre ensamblada de espejismos.
             Sus días transcurrían plácidos y rutinarios, pero sus noches no escapaban a una pesadilla recurrente. Aún después de despertarse, fragmentos de sueños inconclusos seguían flotando en la media luz de la madrugada. Sus puños que golpeaban contra la madera maciza de una puerta cerrada, su propio cuerpo que descargaba su ira y su impotencia contra los muebles oscuros, casi fúnebres, de una habitación desconocida.
              Un sábado de otoño se despertó particularmente angustiada. Para distraerse salió a caminar y sus pasos la llevaron hasta la plaza matriz. Casi sin darse cuenta, se fue internando en el laberinto de puestos que se ramificaban alrededor de la fuente. Entre los objetos que los feriantes calificaban generosamente de antigüedades, a veces se encontraban piezas valiosas a precios accesibles. Ahí había comprado una cajita de nácar en la que guardaba sus pendientes, y también un trozo de madera agrietada que podría haber formado parte, siglos atrás, del bauprés de algún navío mercante que traficara en aguas del Río de la Plata.
Paseó un rato entre los puestos, indecisa, tratando de combatir su inclinación natural a adquirir cosas inútiles. Debería seguir un criterio coherente en sus compras si quería iniciar una colección digna de ese nombre, pensó con displicencia, mientras vacilaba entre un enigmático reloj de arena y una tacita de porcelana en estado de franco deterioro. Un impulso la llevó a abandonar estos objetos y decidirse por una llave grande y pesada, resto de un cerrojo antiguo. La tomó entre sus dedos y la observó unos instantes, complacida por la certeza de que esa llave nunca tendría una utilidad práctica en su moderno departamento. Dudó al escuchar la cifra reclamada por el anticuario, que insistía en que la llave estaba en óptimo estado y funcionaría a la perfección si ella lograba dar con la cerradura indicada. Resuelta a llevársela, Martínez regateó durante varios minutos con el quimérico anciano, cuya penetrante mirada no dejaba de intrigarla. Finalmente obtuvo una rebaja que, aunque insustancial, al menos dejaba a salvo sus pretensiones de ser una hábil negociante.
                No tardó en descubrir que la llave despertaba en ella sensaciones raras. Al atardecer, mientras los estertores del sol se reflejaban en la torre de vidrio, con sólo acariciar las espirales del bronce entre sus dedos podía sentir el olor del mar, el golpe de las olas contra el casco de un velero. Unas palabras resonaban en su mente, y aunque no entendía el idioma en el que estaban pronunciadas, podía reconocer un juramento. Un pacto cuyos términos no lograba recordar.
                En sueños, Martínez volvía a ver la puerta trancada, la blancura de las sábanas, la enorme cama con dosel. El desesperado intento de escapar por la ventana, trepando por las rejas coloniales del balcón hasta llegar a la azotea. El salto mortal que le habría permitido alcanzar el muro de la casa de al lado para bajar hasta la vereda y correr. Correr hasta el puerto por las callejuelas empedradas de San Felipe y Santiago.
                Mientras las imágenes nocturnas se volvían cada vez más claras, Martínez comenzaba a sobrellevar su vida corriente como una sonámbula. Transitaba por las calles como a la deriva, flotaba entre la gente cuando hacía las compras en el supermercado, veía los objetos como a través de una niebla y los sonidos cotidianos se convertían en ecos confusos. Así, navegando entre dos sueños, se le iban pasando los días.
                Fue recién a fines de abril cuando Martínez comenzó a comprender. Las visiones la hostigaban, elusivas y turbias. Mujeres de negro que lloraban junto a su cama, el olor a incienso que invadía la habitación, una voz castiza que salmodiaba un responso inútil por el eterno descanso de su alma. La llave seguía siendo la clave de esas vibraciones. La acariciaba durante horas mientras intentaba recordar algo que palpitaba en su interior, sin atreverse a salir a la luz. Hasta que una noche se durmió con la llave aferrada entre sus dedos.
                Doña Elvira no murió esa noche, como algunos dijeron. Nadie encontró su cuerpo destrozado contra las losas del patio interior. Sus funerales no se celebraron una mañana de mayo en la iglesia matriz, como contaron a sus nietos los descendientes de la rancia familia de su viudo. Poco antes del alba, una llave giró silenciosa en la cerradura, una figura embozada se deslizó escaleras abajo con el sigilo de un fantasma y salió a la calle por la estrecha puerta que usaba la servidumbre. Sus pasos recorrieron sin vacilar las pocas cuadras que separaban el solar de su familia del muelle mercantil, donde un navegante escocés esperaba desde hacía siglos, con las velas desplegadas para zarpar.
                Ya surcaban las aguas de la bahía cuando Martínez, con el manto aún cubriéndole la cara, se volvió a mirar por última vez la ciudad que abandonaba para siempre. El recuerdo brumoso de una torre de acero y cristal no la perturbó demasiado. Los vestigios de su vida anterior naufragarían pronto en los ojos azules del capitán, que dirigía las maniobras de los marineros desde el puente de mando. Su voz impartía órdenes en una lengua extraña a la que Martínez no tardaría en acostumbrarse.  

miércoles, 20 de marzo de 2019

La secta


                El auto la dejó en la esquina, a pocos metros de una quinta que parecía deshabitada. La noche era oscura y la única luz provenía de una lamparita del alumbrado público.  Matilde se acercó a la reja entreabierta y al empujarla sus dedos se ensuciaron de herrumbre. Con paso inseguro atravesó el jardín abandonado. Casi a tientas, subió por una escalinata con balaustres de mármol y llegó a la puerta principal. No encontró nada que se pareciera a un timbre, por lo que decidió usar la aldaba. Dio tres golpes secos y esperó. Pasaron unos minutos hasta que sintió ruidos que la orientaron hacia su derecha, desde donde venía un rayo de luz. Descendió por los escalones desparejos, con cautela, y se dirigió hacia una puerta lateral que no había visto antes y que ahora estaba entornada. La empujó y entró.
En el vestíbulo la esperaba David. Se acercó a saludarlo, pero el retroceso casi imperceptible que advirtió en el hombre la detuvo. Para disimular su turbación, Matilde comenzó a quitarse la gabardina, sin que él hiciera ademán de ayudarla. Más repuesta y con la gabardina en el brazo, trató de asumir una expresión con la que transmitir seguridad en sí misma. Lo intentó, al menos. Con un gesto parco, David le señaló el camino y se apartó para dejarla pasar. Se internaron juntos por un pasillo. Ella avanzaba con alguna indecisión, sintiendo los pasos de David a su espalda y los ojos grises fijos en su nuca.
                Llegaron a un pequeño salón.  David cerró la puerta y la invitó a sentarse junto a la chimenea. Era la primera vez que la invitaban a esa quinta, de la que ya le habían hablado, y lo consideraba una demostración de confianza hacia ella. Se sentía tontamente halagada, a su pesar. Volvió a su mente el pequeño envoltorio que guardaba en su cartera. Estaba deseando dárselo a alguien y escapar por fin de la tentación de abrirlo que la acosaba desde que le encargaron especialmente que no lo hiciera. David se había esfumado y aunque estaba sola se sentía vigilada, como siempre que entraba en contacto con ellos. Fingiendo indiferencia, se dedicó a contemplar a su alrededor. Nada en los cuadros que cubrían las paredes despertó su interés, eran anticuados y sin valor. Paisajes convencionales opacados por gruesos marcos de color oro viejo, esculpidos hasta la exageración. Todo el mobiliario tenía un aire demasiado conservador para su gusto. Ceremonial, casi. Lo único notable era la gran mesa de caoba rodeada de sillas macizas, de madera labrada, en la que con seguridad se llevaban a cabo reuniones a las que ella no estaba invitada. Sabía que aún no era admitida en todas las instancias, y esa interdicción le vedaba participar en los cónclaves que tenían lugar periódicamente, en fechas rituales. Se preguntó quién se sentaría en la cabecera. Janus, sin duda, si es que ése era su nombre. O su apellido. Janus, ese hombre alto y de facciones sombrías que la observaba desde el umbral de una puerta que no había visto antes. Reprimió el impulso de levantarse para recibirlo, sólo lo miró y saludó con naturalidad. Su buenas noches sonó tan absurdo que se arrepintió de haberlo dicho, pero no percibió ningún atisbo de burla en los ojos claros, clarísimos, de Janus. Él se acercó, inclinó levemente la cabeza a modo de saludo y se sentó a su lado.
Sin decir nada extendió la mano y Matilde comprendió que debía cumplir el cometido que la había conducido hasta allí. Revolvió la cartera, sin éxito, la sacudió y la volvió a revolver, y cuando ya comenzaba a inquietarse -¿se lo podría haber olvidado?- el dichoso paquete apareció. Pequeño como un estuche, lacrado y sellado. Se lo entregó con aire triunfal. Un gesto indefinible cruzó el rostro hermético del hombre mientras revisaba el lacre intacto, pasando las yemas de los dedos por el sello que ella no se atrevió a romper pero que había examinado con atención, tratando de descifrar su sentido. Eran unos signos raros, como letras de un alfabeto arcaico.
                En ese momento, Matilde intuyó que se esperaba de ella que se levantara, saludara con una ¿reverencia? y se alejara discretamente, pero esa noche venía decidida a erosionar algunos supuestos. Cruzó con elegancia sus bien torneadas piernas, se irguió todo lo que pudo en esa silla incómoda y asumió una expresión entre candorosa y desafiante. Ese hombre parecía demasiado educado como para conminarla a que se fuera. No lo hizo, en efecto, sólo se limitó a observarla. Matilde eludió su mirada y se concentró en las llamas de la chimenea. Hizo un comentario trivial sobre el estado del clima y se aferró a los posabrazos del asiento, dispuesta a defender su posición en ese recinto aunque fuera por un cuarto de hora. 
           ¿Vodka? La voz de David sonó cálida en aquel ambiente tenso. Ella aceptó enseguida, Janus demoró en contestar. Tenía acento extranjero.
        La bebida ardiente la confortó, contrarrestando la sensación de humedad que se deprendía de las paredes y de los muebles. Flotaba en el aire un sutil olor a encierro que el perfume del incienso no lograba encubrir. Matilde pensó que tal vez el viejo caserón estaba abandonado. Podría aclarar la duda volviendo en otro momento, a la luz del día, pero si bien tenía la vaga idea de que estaban en los suburbios de la ciudad, en la zona más alejada de la costa, sería difícil para ella recrear el recorrido del auto que la había llevado. Carecía de memoria geográfica y los puntos cardinales le eran ajenos, reconoció mientras bebía otro trago de vodka. Mientras tanto, David le hablaba, dándole instrucciones para la siguiente misión. Ella escuchó atentamente, pero no le contestó. Un arranque caprichoso la inclinó a dificultar las cosas y comenzó a formular objeciones. David, desalentado, bajó la cabeza. Matilde persistió en su negativa, sin dejar de insinuar la posibilidad de acceder ante una eventual insistencia, una súplica tal vez.
                Janus carraspeó antes de hablar. Los primeros sonidos fueron roncos, con un dejo gutural, como si hiciera años que no usaba sus cuerdas vocales. Pronunciaba las palabras con cautela, como el que vuelve a expresarse en una lengua que ha olvidado hace tiempo. Su acento seguía resultando extraño. No era francés, ni inglés, tampoco italiano. Tal vez una mezcla de todos, esa suerte de matiz indefinible de la gente que domina varios idiomas y ha vivido en muchos lugares. Sin darse cuenta, Matilde se dejó arrullar por su voz grave, de tonos muy bajos y cadencias remotas. Los ojos siempre tristes de David seguían fijos en las llamas.
………
                La voz era la de Janus. Alterada, pero inconfundible. Nunca había sucedido algo así, y Matilde no acertaba a discernir con claridad lo que debería hacer. Nada, sería lo mejor. Colgar tranquilamente el tubo, terminar de secarse el pelo e irse a dormir. Y olvidar para siempre esos últimos meses. Meses de incertidumbre, de misterio, de temores irracionales. Estaba harta de esas personas enigmáticas que aparecían y desaparecían, que decían protegerla para tal vez, quién sabe, vigilarla. Que le asignaban extravagantes cometidos cuyo alcance ignoraba, aunque suponía, quería suponer, que tenían una finalidad bienhechora. O legal, al menos. Y un término como legal sonaba ajeno a esos hombres sigilosos, de mirada taciturna, que parecían estar siempre al acecho.
                Terminó de secarse el pelo y comenzó a vestirse. Contra todos los dictados del sentido común se puso la gabardina, tomó la cartera y salió. No quiso usar el ascensor para que el portero de la noche no viera sus movimientos. Bajó siete pisos por la escalera y se internó en el garaje, esa red de túneles subterráneos que se extendía bajo el cristalino edificio. Sin dejar de cuestionar su propia falta de criterio, Matilde encendió el motor, arrancó y salió por la rampa hacia la calle. Tomó por el bulevar y se dirigió, lo más rápido que sus nervios le permitieron, hacia el cruce que Janus le había indicado por teléfono. Era lejos, hacia el lado del puerto, pero no tardaría más de veinte minutos en llegar.
Atravesó la ciudad vieja, las calles invadidas por hurgadores de basura, adictos y prostitutas, jurándose a sí misma que si no veía a Janus, daría la vuelta y se iría a su casa, esta vez para siempre.           Janus no estaba. Quien se subió al auto, demudado y aterido, fue David. Jadeaba recostado contra el asiento, con las manos aferradas a un tubo como los que se usan para guardar láminas o mapas. Con voz sofocada, le indicó que continuara lo más rápido posible. Respondió a las preguntas de Matilde con reticentes monosílabos que no aclaraban nada, cerró los ojos y permaneció en silencio el resto del viaje.
                Matilde aceleró para tomar la avenida del mar, dejó atrás la escollera y salió a la ruta. Manejó casi dos horas, atravesando bosques y barrancos que a la luz de la luna formaban un paisaje desolado. Cada tanto escudriñaba el espejo retrovisor, temiendo que alguien estuviera siguiéndolos. Cuando llegaron a los pinares de la costa, entró por unas callecitas de barro y se detuvo frente a una cabaña apartada. Dejaron el auto en la cochera. Un Escort rojo con matrícula de Montevideo podía alertar a eventuales perseguidores o perturbar a los escasos pobladores del lugar. Entraron con una llave que David sacó de la nada y sin atreverse a encender las luces, permanecieron inmóviles hasta que sus ojos se adaptaron a la oscuridad. 
              La noche estaba helada y el miedo la hacía tiritar. Se abrazó al hombre, que también temblaba. Él la rechazó con suavidad, pero Matilde lo aferró por la nuca y besó sus labios fríos hasta que se fueron entibiando. Lo arrastró al dormitorio, lo tendió sobre la cama y comenzó a acariciarlo. Con renuencia, él la dejó hacer. Al resplandor de la luna lo fue desvistiendo lentamente, despertando su cuerpo de un viejo letargo, derribando las frágiles resistencias que iban convirtiéndose en avidez. En pocas horas, Matilde avasalló lustros de abstinencia, siglos de soledad. Lo exploró a su placer, le arrancó gemidos casi inaudibles, lo forzó a suplicar con voz entrecortada. Lo hizo agonizar y renacer una y otra vez. Bebió de él, respiró su aliento y devoró sus estertores. Succionó su esperma y su voluntad, lo exprimió hasta consumirlo y saciada al fin lo dejó caer exhausto, hundiéndose juntos en un sueño profundo que los atrapó como una tela de araña.

………
                
         Una semana después de la noche en la cabaña, Matilde volvió a escuchar la voz de Janus en el teléfono. Tenía que verla, le dijo. Ella dudó. Había decidido terminar con ese juego sin sentido. Incluso estuvo a punto de consultar a Ferreira, amigo y abogado de la familia, para cerciorarse de que no había llegado a involucrarse en dificultades de índole legal. O peor aún, llegó a pensar que tal vez corriera peligro. Se sentía vigilada, controlada. No sabía quiénes eran esos hombres, ni de quién se escondían. O qué era lo que buscaban.
Su primer encuentro con ellos había golpeado como una piedra en el agua estancada de una vida confortable, de relativo éxito profesional y socialmente estática. Pero meses después de infiltrarse en esa red incierta, laxa, estimulante, comenzaba a sentirse oprimida. Una tenue sensación de asfixia la asaltaba en los momentos de reflexión. El problema era que no tenía elementos concretos para plantearle un caso a Ferreira. Todo era muy vago. Y algunos episodios, inconfesables. De sólo imaginar la velada censura de su mirada y sus amables consejos apelando a la prudencia, se deprimía.
                Cortó con Janus y se sirvió un whisky. No debería salir, y menos con el temporal que amenazaba desatarse en cualquier momento, pero no podía resistirse a esa voz que la invocaba desde las profundidades de la noche. Resolvió verlo, aunque fuera por última vez. Enfrentarlo francamente, hacerle todas las preguntas que tenía atragantadas y exigir una respuesta. De igual a igual. Todo quedaría aclarado, tal vez incluso podrían ser amigos. Y David, quería saber por qué había desaparecido.
                Siguiendo las instrucciones de Janus, Matilde fue hasta el lugar concertado en un taxi que tomó a varias cuadras de su casa. Cuando llegó, el temporal arreciaba. La lluvia caía con fuerza, empapándolos. El agua les corría por la frente y las mejillas. Janus la tomó del brazo y la condujo hasta una construcción abandonada. Cruzaron los arcos ojivales del umbral y se adentraron por corredores desiertos. Sus pasos resonaban contra las losas agrietadas por los años y los muros de piedra parecían cerrarse sobre ellos. Se detuvieron a la luz de unos cirios encendidos, bajo una bóveda de granito que amenazaba desplomarse y sepultarlos. 
       Él musitó una frase ambigua, ella hizo preguntas. Insistió, pero la dureza antigua de su mirada la hizo retroceder. Dio unos pasos hacia atrás, susurrando palabras prohibidas con voz insegura. Antes de que pudiera alejarse, él le aferró las manos y comenzó a hablar en una lengua extraña. Era una especie de letanía, un discurso salmódico, ritual, que se repetía una y otra vez. Su voz se impuso sobre la de ella, que aun contra su voluntad se sentía subyugada por esa melodía rítmica, de inflexiones litúrgicas, que parecía apelar a los más recóndito de su memoria genética, removiendo los ecos de una contienda ancestral. 
        Escuchó y escuchó, sin entender. Escuchó con sus oídos, con sus fibras nerviosas, con los poros de su piel. Sufrió cada sílaba que atravesaba sus huesos y circulaba por sus arterias, contaminando sus entrañas. Recién entonces comprendió. Supo quiénes eran ellos. A quién buscaban. Y sintió que milenios de historia se posaban sobre sus hombros y comenzaban a hundirla, inexorablemente.

Un espejo vacío


                Eso fue lo que vio Carla cuando Marzius cruzó el vestíbulo del teatro para dirigirse a la salida. Faltaban varias horas para la función y Carla había ido a recoger las entradas para el estreno de esa noche. Quedó algo extrañada al ver la figura magra y distinguida de su amigo saliendo de una habitación cuya puerta ostentaba un cartelito que decía “Privado”. Él la saludó con su cortesía habitual, pero sin detenerse. Y mientras se alejaba con su paso tranquilo, apoyándose apenas en su bastón, Carla pudo ver el vaivén de las puertas reflejado en los espejos que cubrían las paredes de la sala. Permaneció inmóvil durante unos minutos, abrumada por la confirmación de sus peores presentimientos.
-Usted no es real -le recriminó la siguiente vez que lo vio, sin poder reprimir su despecho.
Él se salió por la tangente, tratando de evadir una respuesta concreta, pero Carla lo acosó hasta que ambos llegaron a un silencio resignado. Después de esa conversación, estuvieron un tiempo sin verse. Ella no podía dejar de pensar en su abuela, muerta años atrás en una clínica psiquiátrica. 
Volvió a salir con Raúl, de quien se había alejado para cultivar esa extraña relación con Marzius. Raúl no sabía escucharla con la atención que ella requería, y era algo renuente a la hora de seguirla en sus laberínticos y fragmentarios razonamientos, pero nunca perdía el buen humor. Juntos iban al cine, al teatro, a conciertos. Intercambiaban libros, comentaban sus impresiones y raramente hacían el amor. Raúl era el único ser humano capaz de vencer, con su entrañable parsimonia, las resistencias que ella presentaba al contacto físico con otra piel. Pero cuando Raúl comenzó un año sabático, se embarcó en una gira de conferencias por varias universidades extranjeras. Carla volvió a estar sola y Marzius no tardó en reaparecer. Comprensivo, atento, melancólico.
Pensó en consultar a un psicoanalista, pero no era probable que Marzius condescendiera a dialogar desde un diván. Además, qué podría hacer un médico con un espectro del siglo XIX. Venía de una antigua familia de editores italianos y se conocieron cuando Carla acababa de publicar su primer libro. Estaba leyendo, sentada en un banco del Paseo Buschental, cuando él se le acercó. Con sus modales anticuados y un tenue acento lombardo le preguntó cómo llegar hasta el rosedal. Carla, habitualmente tímida y reservada, se encontraba unos minutos después contándole sus proyectos literarios, su infancia transcurrida en los pinares de Maldonado y su añoranza de Venecia, ciudad que nunca había conocido. Él la escuchaba con un aire vagamente distante, casi distraído, pero sin perder una sola de sus palabras.
Con el tiempo, Carla fue adaptándose a la peculiar modalidad de su amigo. Se encontraban en lugares solitarios, donde nadie pudiera verlos. Proyectaban viajar juntos a Italia, pasear por las plazas florentinas y recorrer las catacumbas romanas. Habían logrado un nivel de comunicación incomparable. Carla le leía sus textos antes que a nadie, y solía tener en cuenta las sugerencias que él, delicadamente, le hacía. Incluso fantaseaba con la idea de que Marzius, a su manera, estaba enamorado de ella. A veces le proponía trasladarse hasta el siglo XIX, para estar juntos. Los límites cronológicos no la inquietaban, siempre había creído que el tiempo era una ilusión. Él permanecía pensativo durante largo rato, como si ella estuviera planteando un problema insoluble.
Así pasaron varios meses hasta que una mañana Carla recibió una llamada de Raúl. Había vuelto y quería verla. No era difícil darse cuenta de que Raúl y Marzius eran incompatibles. La relación con uno de ellos excluía necesariamente al otro. Le habló del asunto a Marzius, que soslayó una respuesta concreta. La suya no era una amistad exigente, le dijo. Estaba dispuesto a compartirla si podían conservar algunos espacios. Por el contrario, era impensable comentarle algo de esto a Raúl. No lo entendería. Carla decidió guardar silencio. Quería conservar a Raúl y no quería perder a Marzius.
-No eres real- volvió a decirle una tarde, esta vez con menos rencor. Él sonrió, sin contestar.
Raúl terminó instalándose en su vida. Carla se sentía un poco incómoda, como si estrenara un vestido nuevo que no le sentara del todo bien. Comenzaron pasando juntos algunos fines de semana, para seguir compartiendo casi todas las noches. Ahora él estaba buscando un departamento nuevo, más amplio, donde pudieran vivir los dos. Ella no recordaba haber dicho que sí a ninguna propuesta. Es más, no recordaba haber recibido una propuesta. Le confiaba sus inquietudes a Marzius, que no parecía preocuparse demasiado. Estarás menos sola, le decía.
Carla seguía dudando, pero poco a poco fue acostumbrándose al olor del tabaco que fumaba Raúl. Incluso dejó de abrir las ventanas cada vez que él encendía su pipa. Más le costó adaptarse a su música predilecta, pero como él respetaba sus prolongados mutismos sin molestarla, ella hizo un esfuerzo sincero para tolerar a esa serie de rusos y húngaros que él apreciaba sin reservas.
A Raúl no le hacía mella el malhumor matutino de Carla, ni tampoco su cerrada negativa a festejar las navidades. Lo único que parecía preocuparlo era la existencia de Marzius. Era evidente que sospechaba algo. Esporádicamente tanteaba la situación, haciéndole preguntas sobre sus largas caminatas y ofreciéndose a acompañarla. Pero apenas ella se ponía a la defensiva, él dejaba de insistir.
De todos modos, había que reconocer que la frecuencia de los encuentros con Marzius había disminuido. Hacía casi un mes desde la última vez que se vieron, pensó Carla, mientras miraba caer la lluvia a través de la ventana.

Kilómetro 40


                Cuando vislumbró la casa entre los árboles, Marcela respiró aliviada. La oscuridad la había desorientado un poco y temía haberse perdido. No debería haber cedido al impulso de salir tan tarde, sobre todo después de una semana de locura. Ese viernes había trabajado casi doce horas, terminando el inventario para organizar el cierre del ejercicio. Tendría que haberse ido a dormir a su casa, pero cuando Luis insistió en que la esperaba a cenar en El Faro, no supo negarse. Aceleró demasiado, algo se le cruzó en el camino -no recordaba qué- y perdió el dominio del volante. El auto quedó destruido, fue un milagro que ella no se lastimara. Para peor, de noche y en pleno invierno. Por suerte, si bien quedó un poco aturdida, pudo reconocer el lugar. Estaba a pocas cuadras de la casa donde pasaba los veranos con su familia.
                Sin pensarlo mucho, se internó por los bosques de su infancia. El camino era solitario pero no tenía miedo. Conocía esos parajes como la palma de su mano, y aunque hacía años que no venía, confiaba en su memoria. Además, los balnearios pequeños no cambiaban. Los pinos, las calles de barro, la luz de la luna reflejada en los charcos, todo seguía igual. El susto que acababa de sufrir valía la pena. De no ser por el accidente, no habría detenido su marcha para volver allí. Iba casi todas las semanas al Faro, pero siempre soslayaba esa zona de la costa a gran velocidad, con un vago sentimiento de culpa y de pérdida.
                Nítida entre las sombras, la casa parecía estar esperándola. Casi alegre, cruzó el umbral y se detuvo junto a la estufa a leña, sin fuerzas para encenderla. Tenía frío y una sensación de humedad le atravesaba los huesos. El impacto había sido muy violento y seguía mareada. Se miró las manos y las piernas, buscando algún rasguño, moretones o incluso sangre. Pero no, sólo la palidez del invierno, el cutis transparente que había heredado de su madre. Entornó los ojos y una agradable somnolencia comenzó a invadirla. Pensó en Luis, que la estaría esperando en vano.
                Ya se estaba dejando dominar por el sueño, cuando escuchó algo. La voz de Laura, una tonada infantil. Sonrió, sintiéndose un poco cursi, y pensó que debería tomar medidas concretas en lugar de permanecer así, aletargada, entregada a recuerdos de un tiempo ya muerto.
Venían voces del fondo, de la mesa donde almorzaba toda la familia. Entredormida, hizo un gesto involuntario para ahuyentar a uno de sus primos, que intentaba robarle la única aceituna que le había tocado en el reparto. La risa le burbujeó en la garganta al recordar los modales infantiles del exitoso y polémico empresario. Seguramente ya no organizaría concursos de eructos después del postre.
                Sacudió la cabeza, tratando de resolver algo práctico, como ir hasta el parador a pedir ayuda. Pero estaba tan cansada. A través del sopor en el que se hundía lentamente, escuchó su nombre. Sus primas la llamaban desde otra habitación. Pegó un salto y corrió hacia el dormitorio de las niñas. Se detuvo extrañada, alguien había cambiado los muebles de lugar. Abrió las puertas del armario y miró los estantes. Todo estaba vacío. Se acercó a la cama más cercana y revisó una y otra vez debajo de la almohada, sin recordar lo que estaba buscando. Confundida, se encogió en un rincón. Comenzaba a inquietarse. Luis no conocía la casa de los pinos, nunca podría encontrarla.
                El silbido estridente de una sirena la despertó. Miró por la ventana, pero la niebla era tan espesa que no pudo ver nada. Se acurrucó en la cama y decidió esperar a que amaneciera. Cuando su padre llegara, encendería el fuego. Su madre la cubrió con la frazada y le acomodó el cerquillo. Sintió el aliento tibio en su frente. Una luz violenta la sobresaltó y trató de incorporarse. Pero no, todo seguía en tinieblas. Se recostó y extendió el brazo buscando la mano de su padre, grande y gruesa, algo áspera. Un olor fuerte, como a desinfectante, la reanimó por un momento. Abrió los ojos y vio a Luis. No, no era Luis. ¿Quién era ese hombre que se inclinaba sobre ella? Entre voces desconocidas sintió la de Laura, otra vez. Se moría de sueño, pero hizo un esfuerzo indecible por murmurar unos versos de aquella canción infantil.
                A través de las personas que la rodean, comienza a reconocer algunos rostros. Su padre se acerca y la mira intrigado, sin comprender lo que ella trata de decirle. No importa, está ahí y le tiende la mano.

Crónica de una noche infinita


                El taxista miró por el espejo retrovisor la expresión abstraída de su pasajera. Sin decir nada aminoró la marcha y continuó transitando, sin apuro, por el amplio bulevar cercado de palmeras. El barrio periférico indicado por la elegante mujer que recogiera en la esquina más luminosa de Pocitos estaba a unos veinte minutos. Sin embargo, decidió planificar un recorrido indirecto y largo. Era una noche de pocos clientes y quería sacarle provecho a ese viaje, aunque no le gustara la idea de internarse a esas horas en la que fuera, hasta principios de siglo, una zona señorial. Abandonadas por las familias pudientes que décadas atrás decidieran emigrar hacia la costa, las mansiones del novecientos estaban en ruinas. Deshabitadas o invadidas por intrusos.
                La llovizna empañaba el aire inmóvil de la noche. Bajo el tapado de piel, Lala sintió escalofríos. Había tomado un taxi para no llegar en su propio auto a la casa de la calle Iturbide. El miedo y la ansiedad le provocaban un nudo en el estómago y no habría sido capaz de conducir en esas condiciones. Menos aún de regresar a su departamento antes de la madrugada
                Hasta hacía pocos minutos, Lala estaba tomando un whisky en una confortable sala de estar, tratando de seguir una conversación banal sin que se notara que su mente estaba muy lejos de allí. La plática intrascendente de sus amigas no le molestaba. Por el contrario, le servía de plataforma para entregarse a sueños inconfesables. Después de su divorcio, Lala se había esmerado en cultivar una imagen de mujer inaccesible. El juego de atraer eludiendo le generaba un placer menos trivial que el de un erotismo convencional. Y le aseguraba una corte de obstinados perseguidores. Sus opiniones políticas no disminuían su atractivo. Aunque irritantes, eran consideradas inofensivas. Los exabruptos socializantes con los que Lala aún podía arruinarle la ceremonia del té a su madre no eran falsos, sin embargo. O no siempre lo habían sido. Bebió un último trago mientras recordaba, contra su voluntad, a su mejor amiga de la resistencia universitaria. Aún después de tantos años, aquellos ojos de ceniza volvían, cada noche, para interrogarla.
                El taxista, que había elaborado un trayecto largo y remunerador, estaba de todos modos arrepentido de haber entrado en ese barrio. La extraña ocupante del asiento trasero parecía desconectada de la realidad. La dejó en una esquina desolada y aceleró para salir de ese lugar lo antes posible.
                Con el cuello del abrigo cubriéndole la cara, Lala caminó unos cuantos metros hasta llegar a una puerta gris. Entró, sabiendo que la escuchaban. Acostado en la cama, con los ojos fijos en la oscuridad, el hombre fumaría pausadamente un cigarrillo mientras seguía, atento, el itinerario de los pasos cautelosos que transitaban por el corredor y comenzaban a subir por los escalones gastados. Como un animal al acecho, sentiría la respiración agitada, el susurro de las pieles deslizándose hacia el suelo y el perfume violento que lo sofocaba.
                De a ratos se filtraba cierta claridad a través de las celosías. Las luces de algunos autos extraviados en esa calle apartada se reflejaban, apenas, en los botones del uniforme colgado de la única silla. Unas pocas palabras concertaron el siguiente encuentro. Lala reprimió el impulso de acariciar el perfil hermético que yacía a su lado y comenzó a vestirse con negligencia, apurada, para iniciar el interminable camino hacia la salida.
                Bajó las escaleras mientras sentía flotar, entre las sombras, una mirada translúcida. Casi jadeando llegó hasta la puerta. La cerró de un golpe y juró, como todas y cada una de esas noches, que no volvería.