miércoles, 20 de marzo de 2019

Kilómetro 40


                Cuando vislumbró la casa entre los árboles, Marcela respiró aliviada. La oscuridad la había desorientado un poco y temía haberse perdido. No debería haber cedido al impulso de salir tan tarde, sobre todo después de una semana de locura. Ese viernes había trabajado casi doce horas, terminando el inventario para organizar el cierre del ejercicio. Tendría que haberse ido a dormir a su casa, pero cuando Luis insistió en que la esperaba a cenar en El Faro, no supo negarse. Aceleró demasiado, algo se le cruzó en el camino -no recordaba qué- y perdió el dominio del volante. El auto quedó destruido, fue un milagro que ella no se lastimara. Para peor, de noche y en pleno invierno. Por suerte, si bien quedó un poco aturdida, pudo reconocer el lugar. Estaba a pocas cuadras de la casa donde pasaba los veranos con su familia.
                Sin pensarlo mucho, se internó por los bosques de su infancia. El camino era solitario pero no tenía miedo. Conocía esos parajes como la palma de su mano, y aunque hacía años que no venía, confiaba en su memoria. Además, los balnearios pequeños no cambiaban. Los pinos, las calles de barro, la luz de la luna reflejada en los charcos, todo seguía igual. El susto que acababa de sufrir valía la pena. De no ser por el accidente, no habría detenido su marcha para volver allí. Iba casi todas las semanas al Faro, pero siempre soslayaba esa zona de la costa a gran velocidad, con un vago sentimiento de culpa y de pérdida.
                Nítida entre las sombras, la casa parecía estar esperándola. Casi alegre, cruzó el umbral y se detuvo junto a la estufa a leña, sin fuerzas para encenderla. Tenía frío y una sensación de humedad le atravesaba los huesos. El impacto había sido muy violento y seguía mareada. Se miró las manos y las piernas, buscando algún rasguño, moretones o incluso sangre. Pero no, sólo la palidez del invierno, el cutis transparente que había heredado de su madre. Entornó los ojos y una agradable somnolencia comenzó a invadirla. Pensó en Luis, que la estaría esperando en vano.
                Ya se estaba dejando dominar por el sueño, cuando escuchó algo. La voz de Laura, una tonada infantil. Sonrió, sintiéndose un poco cursi, y pensó que debería tomar medidas concretas en lugar de permanecer así, aletargada, entregada a recuerdos de un tiempo ya muerto.
Venían voces del fondo, de la mesa donde almorzaba toda la familia. Entredormida, hizo un gesto involuntario para ahuyentar a uno de sus primos, que intentaba robarle la única aceituna que le había tocado en el reparto. La risa le burbujeó en la garganta al recordar los modales infantiles del exitoso y polémico empresario. Seguramente ya no organizaría concursos de eructos después del postre.
                Sacudió la cabeza, tratando de resolver algo práctico, como ir hasta el parador a pedir ayuda. Pero estaba tan cansada. A través del sopor en el que se hundía lentamente, escuchó su nombre. Sus primas la llamaban desde otra habitación. Pegó un salto y corrió hacia el dormitorio de las niñas. Se detuvo extrañada, alguien había cambiado los muebles de lugar. Abrió las puertas del armario y miró los estantes. Todo estaba vacío. Se acercó a la cama más cercana y revisó una y otra vez debajo de la almohada, sin recordar lo que estaba buscando. Confundida, se encogió en un rincón. Comenzaba a inquietarse. Luis no conocía la casa de los pinos, nunca podría encontrarla.
                El silbido estridente de una sirena la despertó. Miró por la ventana, pero la niebla era tan espesa que no pudo ver nada. Se acurrucó en la cama y decidió esperar a que amaneciera. Cuando su padre llegara, encendería el fuego. Su madre la cubrió con la frazada y le acomodó el cerquillo. Sintió el aliento tibio en su frente. Una luz violenta la sobresaltó y trató de incorporarse. Pero no, todo seguía en tinieblas. Se recostó y extendió el brazo buscando la mano de su padre, grande y gruesa, algo áspera. Un olor fuerte, como a desinfectante, la reanimó por un momento. Abrió los ojos y vio a Luis. No, no era Luis. ¿Quién era ese hombre que se inclinaba sobre ella? Entre voces desconocidas sintió la de Laura, otra vez. Se moría de sueño, pero hizo un esfuerzo indecible por murmurar unos versos de aquella canción infantil.
                A través de las personas que la rodean, comienza a reconocer algunos rostros. Su padre se acerca y la mira intrigado, sin comprender lo que ella trata de decirle. No importa, está ahí y le tiende la mano.

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