Cuando
vislumbró la casa entre los árboles, Marcela respiró aliviada. La oscuridad la
había desorientado un poco y temía haberse perdido. No debería haber cedido al
impulso de salir tan tarde, sobre todo después de una semana de locura. Ese
viernes había trabajado casi doce horas, terminando el inventario para
organizar el cierre del ejercicio. Tendría que haberse ido a dormir a su casa,
pero cuando Luis insistió en que la esperaba a cenar en El Faro, no supo
negarse. Aceleró demasiado, algo se le cruzó en el camino -no recordaba qué- y
perdió el dominio del volante. El auto quedó destruido, fue un milagro que ella
no se lastimara. Para peor, de noche y en pleno invierno. Por suerte, si bien
quedó un poco aturdida, pudo reconocer el lugar. Estaba a pocas cuadras de la
casa donde pasaba los veranos con su familia.
Sin
pensarlo mucho, se internó por los bosques de su infancia. El camino era
solitario pero no tenía miedo. Conocía esos parajes como la palma de su mano, y
aunque hacía años que no venía, confiaba en su memoria. Además, los balnearios
pequeños no cambiaban. Los pinos, las calles de barro, la luz de la luna
reflejada en los charcos, todo seguía igual. El susto que acababa de sufrir
valía la pena. De no ser por el accidente, no habría detenido su marcha para
volver allí. Iba casi todas las semanas al Faro, pero siempre soslayaba esa
zona de la costa a gran velocidad, con un vago sentimiento de culpa y de
pérdida.
Nítida
entre las sombras, la casa parecía estar esperándola. Casi alegre, cruzó el
umbral y se detuvo junto a la estufa a leña, sin fuerzas para encenderla. Tenía
frío y una sensación de humedad le atravesaba los huesos. El impacto había sido
muy violento y seguía mareada. Se miró las manos y las piernas, buscando algún
rasguño, moretones o incluso sangre. Pero no, sólo la palidez del invierno, el
cutis transparente que había heredado de su madre. Entornó los ojos y una
agradable somnolencia comenzó a invadirla. Pensó en Luis, que la estaría esperando
en vano.
Ya
se estaba dejando dominar por el sueño, cuando escuchó algo. La voz de Laura, una
tonada infantil. Sonrió, sintiéndose un poco cursi, y pensó que debería tomar
medidas concretas en lugar de permanecer así, aletargada, entregada a recuerdos
de un tiempo ya muerto.
Venían voces
del fondo, de la mesa donde almorzaba toda la familia. Entredormida, hizo un
gesto involuntario para ahuyentar a uno de sus primos, que intentaba robarle la
única aceituna que le había tocado en el reparto. La risa le burbujeó en la
garganta al recordar los modales infantiles del exitoso y polémico empresario.
Seguramente ya no organizaría concursos de eructos después del postre.
Sacudió
la cabeza, tratando de resolver algo práctico, como ir hasta el parador a pedir
ayuda. Pero estaba tan cansada. A través del sopor en el que se hundía
lentamente, escuchó su nombre. Sus primas la llamaban desde otra habitación.
Pegó un salto y corrió hacia el dormitorio de las niñas. Se detuvo extrañada,
alguien había cambiado los muebles de lugar. Abrió las puertas del armario y
miró los estantes. Todo estaba vacío. Se acercó a la cama más cercana y revisó
una y otra vez debajo de la almohada, sin recordar lo que estaba buscando.
Confundida, se encogió en un rincón. Comenzaba a inquietarse. Luis no conocía
la casa de los pinos, nunca podría encontrarla.
El
silbido estridente de una sirena la despertó. Miró por la ventana, pero la
niebla era tan espesa que no pudo ver nada. Se acurrucó en la cama y decidió
esperar a que amaneciera. Cuando su padre llegara, encendería el fuego. Su
madre la cubrió con la frazada y le acomodó el cerquillo. Sintió el aliento
tibio en su frente. Una luz violenta la sobresaltó y trató de incorporarse.
Pero no, todo seguía en tinieblas. Se recostó y extendió el brazo buscando la
mano de su padre, grande y gruesa, algo áspera. Un olor fuerte, como a desinfectante,
la reanimó por un momento. Abrió los ojos y vio a Luis. No, no era Luis. ¿Quién
era ese hombre que se inclinaba sobre ella? Entre voces desconocidas sintió la
de Laura, otra vez. Se moría de sueño, pero hizo un esfuerzo indecible por
murmurar unos versos de aquella canción infantil.
A
través de las personas que la rodean, comienza a reconocer algunos rostros. Su
padre se acerca y la mira intrigado, sin comprender lo que ella trata de
decirle. No importa, está ahí y le tiende la mano.
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