Caminaba
despacio, sintiendo crujir las hojas secas bajo sus pies. Se había tomado unas
horas libres para disfrutar del atardecer de otoño, que encendía los árboles
del prado con los matices del fuego. Se acercaba al estanque circular cuando
distinguió, desde un recodo del sendero, una figura de piedra semioculta entre
unos arbustos. Sin pensarlo mucho, se internó en la espesura y atravesó una
breve extensión de césped húmedo y desparejo, esquivando con cierta dificultad
los charcos que salpicaban de barro sus zapatos de piel. Recién cuando llegó a
unos pocos metros de la estatua, Rossi se detuvo, intrigada, y observó. La
silueta oscura de un hombre se recortaba contra el mármol límpido de una deidad
vegetal, una ninfa solitaria que hundía sus raíces en la tierra. El musgo
cubría la base de la roca de la que emergía el cuerpo semidesnudo, grácil y
esbelto, de la diosa. El torso levemente arqueado, la frente apenas inclinada,
la mano izquierda que sostiene, trenzadas, unas hojas de hiedra.
………
Tuvo
que recorrer la cuadra varias veces, tropezando con las baldosas flojas de la
vereda y enfrentando el viento helado que venía del mar, antes de identificar
la puerta de entrada. Ya estaba por desistir, pensando que había entendido mal
la dirección, cuando encontró la fachada que buscaba, casi oculta por el
despliegue luminoso de las torres vecinas. Angosta y cubierta por la hiedra de
muchos años, la casa se erguía taciturna en ese barrio que el auge de la
construcción había sembrado de cristalinos edificios de apartamentos. Rossi suspiró
aliviada. Hubiera lamentado no acudir a la cita. El extranjero que conoció en
el prado la había invitado, haciendo gala de modales decimonónicos, a visitar
la residencia que alquilaba por los pocos días que estaría en la ciudad. Quería
enseñarle una estatua que, aseguraba, se parecía misteriosamente a ella.
Ya
frente a la escultura, que descansaba al pie de la escalinata central del
salón, Rossi debió admitir que sus rasgos tenían algo en común. No era extraño,
después de todo. A través de su bisabuela materna seguramente compartía un
remoto origen genético con la joven toscana que un siglo antes había servido de
modelo al escultor. Sonrió y esbozó algunas frases amables con respecto al
bloque de alabastro que se erguía imperturbable ante ellos. Aunque se esforzó
en no demostrarlo, se sentía sutilmente halagada por la cortés insistencia de
su anfitrión en destacar su improbable perfil de divinidad etrusca. Él, con
exquisita formalidad, continuó mostrándole piezas de colección mientras
disertaba arrastrando las vocales, cantándolas casi.
Dirigía un
museo de provincia en las afueras de Florencia y viajaba en busca de objetos
que la alta burguesía rioplatense hubiera traído de la Europa del novecientos
para adornar sus mansiones. Pasaría un fin de semana en Montevideo antes de
continuar su peregrinación hacia Buenos Aires. Cómo habría hecho para descubrir
esa casa antigua, esa joya arquitectónica enclavada en pleno Pocitos, se
preguntó Rossi, mientras una deformación profesional la inducía a calcular los
metros cuadrados y a multiplicarlos por los dólares que cualquier empresa
constructora estaría dispuesta a pagar por ese espacio privilegiado. Tal vez la
finca fuera propiedad de un anciano excéntrico que se resistía a venderla y la
rentaba por breves períodos a diplomáticos o a selectos visitantes del
exterior. Era inevitable, de todos modos, que tarde o temprano una compañía de
demolición arrancara los paneles de roble que cubrían las paredes, hiciera
trizas los vitrales y fragmentara en pedazos la balaustrada de mármol contra la
que se apoyaba en ese momento. Pero al menos por ahora la inquietante morada
seguía allí, inmutable, resistiendo los embates de la modernización costera de
la ciudad. Incluso ellos dos, departiendo cordialmente al pie de un lienzo que
representaba en clave dieciochesca una escena pastoril, parecían haber evadido
las coordenadas del tiempo para permanecer estáticos, ajenos al devenir de los
siglos.
El
italiano era dueño de una sofisticada cultura que evitaba ostentar. Dosificaba
la erudición de sus comentarios con una naturalidad encantadora. Rossi, más
diestra en el manejo de las cifras que en las disquisiciones estéticas, trataba
de seguirlo lo más decorosamente posible, y si alguna de sus tímidas
observaciones había errado por un siglo o dos, su educado interlocutor no dio
señales de advertirlo. Por el contrario, parecía interesado y comenzaba a
cortejarla con una elegante reserva. Su mirada flotaba en torno a ella,
envolviéndola en una atmósfera de tenue seducción. Acostumbrada a soportar
diversas modalidades de asedio masculino, Rossi se sintió complacida por la
refinada displicencia del anticuario. Volvió a sonreír, lo que no era habitual
en ella. Acercó la copa a sus labios y paladeó los matices silvestres de un
vino oscuro como la tierra, degustando un lejano eco mediterráneo.
Más
tarde, mientras cenaban a la luz de los candelabros, volvió a pensar que había
algo incierto en ese hombre, una nota indefinible que no dejaba de intrigarla.
Creyó intuir que no buscaba sólo obras de arte. Aficionada a las novelas de
espionaje, Rossi no tuvo reparos en entregarse a las más extravagantes
conjeturas acerca de las actividades del enigmático florentino. Inteligencia
internacional, tráfico de piezas arqueológicas, análisis criptográficos. Sin
embargo, su apariencia vagamente arcaica y el aire un tanto anacrónico de sus
modales evocaban otra clase de investigación. El paradero del Santo Grial, por
ejemplo. La idea de que alguien pretendiera encontrar el cáliz sagrado en un
rincón de Montevideo la hizo sonreír. El hombre le devolvió la sonrisa, no sin
un destello de interrogación en la mirada. Rossi vaciló, bebió otro sorbo de
vino y se arriesgó a confiarle, en un tono ligero, sus inquietudes esotéricas.
No muy sorprendido, su anfitrión le contestó que sí perseguía algo especial,
aunque no se trataba del tesoro de los templarios ni de los arcanos de la
rosacruz. La conversación derivó hacia temas ocultos, remontándose a ceremonias
rituales de pueblos indoeuropeos y a cultos precristianos que sobrevivían,
intemporales, en algunas zonas de Italia. Brindaron una vez más por los
espíritus paganos de la tierra y entre miradas oblicuas y versos de Petrarca
apenas susurrados, la velada fue transcurriendo. Rossi practicaba, como era su
costumbre, un juego elusivo al que él se plegó sin dificultad, aunque no
lograra encubrir del todo las ráfagas de deslumbramiento que encendían de a
ratos sus pupilas. Pasaban las horas y la imprecisa sensación de haberlo conocido
antes se acentuaba. Recuerdos muy antiguos, perdidos en las brumas del tiempo,
pugnaban inútilmente por salir a la superficie.
………
El
coleccionista continuaba su viaje y la había citado para despedirse. La
esperaba impaciente en el lugar donde se habían conocido. Aunque más parco que
durante la noche anterior, la recibió con una actitud que rozaba lo
reverencial. Una niebla brotaba de la tierra, como si el prado respirara y los
envolviera en su aliento. Rossi sintió un frío que congelaba sus pies y ascendía
por sus piernas y su torso, paralizándola. La circulación de su sangre se hacía
más pesada y amenazaba detenerse. Extendió su brazo e inclinó su rostro para
mirar las hojas de hiedra, trenzadas, que el hombre acababa de entregarle.
Observó con tristeza la palidez travertina de su propia piel, la transparencia
veteada del mármol en sus dedos. Vio que el anticuario seguía de pie, solo,
frente a su cuerpo atrapado en la roca. Reconoció sus pupilas extasiadas, sus
labios que parecían musitar una plegaria secreta, como renovando sus votos ante
la diosa reencontrada. La antigua divinidad recuperada al fin, tras milenios de
búsqueda. Venerada desde tiempos pretéritos y cautiva otra vez, quizá para
siempre, de la devoción de sus fieles. El viento de otoño arremolinaba hojas
secas en torno a su pedestal.
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