Se conocieron en un congreso al
que Zeta asistió no como especialista en biología sino como amiga de la tierra. De la hojarasca que cubre las veredas en el otoño, del humus orgánico que se
descompone capa sobre capa. Estudiosa de grillos y escarabajos, intérprete del
rumor de los árboles. Y más tarde o más temprano, como todos, ánfora de
insectos, gusanos y larvas.
Él era experto en temas relacionados con el
calentamiento global y había sido invitado a dar una serie de conferencias.
Alguien los presentó en la cena de clausura. Conversaron, bailaron y en algún
momento de la velada él decidió postergar su partida. Se quedaría unos días más
en el país para que Zeta pudiera enseñarle unos parajes de la costa oceánica
que podían interesarle.
Pasaban
las semanas y él seguía demorando su regreso al norte. Hasta la noche que
bailaron por última vez, en un salón de fiestas rodeado por hectáreas de bosques.
Mientras se deslizaban con lentitud entre las otras parejas, él le hablaba al
oído. Ella escuchaba, más atenta a las inflexiones góticas de su lengua que al
contenido de sus palabras.
Cuando
se sentaron a la mesa, antes del brindis final, él le entregó un obsequio
inesperado. Zeta contempló el contenido del pequeño estuche, cuyo significado
era inconfundible. Permaneció en silencio. No le dijo que su piel rechazaba la
dureza del metal, que los pendientes hacían sangrar la membrana de sus lóbulos
y que el peso de los collares la asfixiaba. Se esforzó por sonreír y con frases
amables le agradeció la sortija que jamás, jamás usaría.
Con
la excusa de tomar un poco de aire fresco, Zeta dejó la sala. Después de
caminar un poco, se sacó las sandalias y continuó descalza. Recién se detuvo
cuando llegó al arroyo. No pudo evitar que sus pies se hundieran en el barro y
echaran raíces que se prolongaron hasta alcanzar las aguas subterráneas, las
únicas que podían calmar su sed. Sintió que la savia volvía a circular por sus
arterias, elevó sus brazos hacia la oscuridad y dejó que las ramas brotaran
entre sus dedos.
Así se quedó,
inmóvil, mientras la brisa de la noche acariciaba su follaje. Unos minutos
después vio acercarse al hombre que, inquieto por su tardanza, había salido a
buscarla. Lo escuchó dar vueltas en torno a ella, sin reconocerla ni prestar
atención al murmullo de sus hojas. Sus lágrimas corrieron por la corteza cuando
lo vio regresar al salón de baile, donde permaneció hasta el final de la noche
en una espera inútil.
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