El
auto la dejó en la esquina, a pocos metros de una quinta que parecía
deshabitada. La noche era oscura y la única luz provenía de una lamparita del
alumbrado público. Matilde se acercó a la
reja entreabierta y al empujarla sus dedos se ensuciaron de herrumbre. Con paso
inseguro atravesó el jardín abandonado. Casi a tientas, subió por una
escalinata con balaustres de mármol y llegó a la puerta principal. No encontró
nada que se pareciera a un timbre, por lo que decidió usar la aldaba. Dio tres
golpes secos y esperó. Pasaron unos minutos hasta que sintió ruidos que la
orientaron hacia su derecha, desde donde venía un rayo de luz. Descendió por
los escalones desparejos, con cautela, y se dirigió hacia una puerta lateral
que no había visto antes y que ahora estaba entornada. La empujó y entró.
En el
vestíbulo la esperaba David. Se acercó a saludarlo, pero el retroceso casi
imperceptible que advirtió en el hombre la detuvo. Para disimular su turbación, Matilde comenzó a quitarse la gabardina, sin que él hiciera ademán de ayudarla.
Más repuesta y con la gabardina en el brazo, trató de asumir una expresión con
la que transmitir seguridad en sí misma. Lo intentó, al menos. Con un gesto
parco, David le señaló el camino y se apartó para dejarla pasar. Se internaron
juntos por un pasillo. Ella avanzaba con alguna indecisión, sintiendo los pasos
de David a su espalda y los ojos grises fijos en su nuca.
Llegaron
a un pequeño salón. David cerró la
puerta y la invitó a sentarse
junto a la chimenea. Era la primera vez que la invitaban a esa quinta, de la
que ya le habían hablado, y lo consideraba una demostración de confianza hacia
ella. Se sentía tontamente halagada, a su pesar. Volvió a su mente el pequeño envoltorio
que guardaba en su cartera. Estaba deseando dárselo a alguien y escapar por fin
de la tentación de abrirlo que la acosaba desde que le encargaron especialmente
que no lo hiciera. David se había esfumado y aunque estaba sola se sentía
vigilada, como siempre que entraba en contacto con ellos. Fingiendo
indiferencia, se dedicó a contemplar a su alrededor. Nada en los cuadros que
cubrían las paredes despertó su interés, eran anticuados y sin valor. Paisajes
convencionales opacados por gruesos marcos de color oro viejo, esculpidos hasta
la exageración. Todo el mobiliario tenía un aire demasiado conservador para su
gusto. Ceremonial, casi. Lo único notable era la gran mesa de caoba rodeada de
sillas macizas, de madera labrada, en la que con seguridad se llevaban a cabo
reuniones a las que ella no estaba invitada. Sabía que aún no era admitida en
todas las instancias, y esa interdicción le vedaba participar en los cónclaves
que tenían lugar periódicamente, en fechas rituales. Se preguntó quién se
sentaría en la cabecera. Janus, sin duda, si es que ése era su nombre. O su
apellido. Janus, ese hombre alto y de facciones sombrías que la observaba desde
el umbral de una puerta que no había visto antes. Reprimió el impulso de
levantarse para recibirlo, sólo lo miró y saludó con naturalidad. Su buenas
noches sonó tan absurdo que se arrepintió de haberlo dicho, pero no percibió
ningún atisbo de burla en los ojos claros, clarísimos, de Janus. Él se acercó,
inclinó levemente la cabeza a modo de saludo y se sentó a su lado.
Sin decir nada
extendió la mano y Matilde comprendió que debía cumplir el cometido que la había
conducido hasta allí. Revolvió la cartera, sin éxito, la sacudió y la volvió a
revolver, y cuando ya comenzaba a inquietarse -¿se lo podría haber olvidado?-
el dichoso paquete apareció. Pequeño como un estuche, lacrado y sellado. Se lo
entregó con aire triunfal. Un gesto indefinible cruzó el rostro hermético del
hombre mientras revisaba el lacre intacto, pasando las yemas de los dedos por
el sello que ella no se atrevió a romper pero que había examinado con atención,
tratando de descifrar su sentido. Eran unos signos raros, como letras de un
alfabeto arcaico.
En
ese momento, Matilde intuyó que se esperaba de ella que se levantara, saludara con
una ¿reverencia? y se alejara discretamente, pero esa noche venía decidida a
erosionar algunos supuestos. Cruzó con elegancia sus bien torneadas piernas, se
irguió todo lo que pudo en esa silla incómoda y asumió una expresión entre
candorosa y desafiante. Ese hombre parecía demasiado educado como para
conminarla a que se fuera. No lo hizo, en efecto, sólo se limitó a observarla. Matilde eludió su mirada y se concentró en las llamas de la chimenea. Hizo un
comentario trivial sobre el estado del clima y se aferró a los posabrazos del asiento, dispuesta a defender su posición en ese recinto aunque fuera por un
cuarto de hora.
¿Vodka? La voz de David sonó cálida en aquel ambiente tenso. Ella aceptó enseguida, Janus demoró
en contestar. Tenía acento extranjero.
La
bebida ardiente la confortó, contrarrestando la sensación de humedad que se deprendía de las paredes y de los muebles. Flotaba en el aire un
sutil olor a encierro que el perfume del incienso no lograba encubrir. Matilde pensó
que tal vez el viejo caserón estaba abandonado. Podría aclarar la duda
volviendo en otro momento, a la luz del día, pero si bien tenía la vaga idea de
que estaban en los suburbios de la ciudad, en la zona más alejada de la costa,
sería difícil para ella recrear el recorrido del auto que la había llevado. Carecía de memoria geográfica y los puntos cardinales le eran
ajenos, reconoció mientras bebía otro trago de vodka. Mientras tanto, David le
hablaba, dándole instrucciones para la siguiente misión. Ella escuchó
atentamente, pero no le contestó. Un arranque caprichoso la inclinó a
dificultar las cosas y comenzó a formular objeciones. David, desalentado, bajó
la cabeza. Matilde persistió en su negativa, sin dejar de insinuar la posibilidad
de acceder ante una eventual insistencia, una súplica tal vez.
Janus
carraspeó antes de hablar. Los primeros sonidos fueron roncos, con un dejo
gutural, como si hiciera años que no usaba sus cuerdas vocales. Pronunciaba las
palabras con cautela, como el que vuelve a expresarse en una lengua que ha
olvidado hace tiempo. Su acento seguía resultando extraño. No era francés, ni
inglés, tampoco italiano. Tal vez una mezcla de todos, esa suerte de matiz
indefinible de la gente que domina varios idiomas y ha vivido en muchos
lugares. Sin darse cuenta, Matilde se dejó arrullar por su voz grave, de tonos muy
bajos y cadencias remotas. Los ojos siempre tristes de David seguían fijos en
las llamas.
………
La
voz era la de Janus. Alterada, pero inconfundible. Nunca había sucedido algo
así, y Matilde no acertaba a discernir con claridad lo que debería hacer. Nada,
sería lo mejor. Colgar tranquilamente el tubo, terminar de secarse el pelo e
irse a dormir. Y olvidar para siempre esos últimos meses. Meses de
incertidumbre, de misterio, de temores irracionales. Estaba harta de esas
personas enigmáticas que aparecían y desaparecían, que decían protegerla para
tal vez, quién sabe, vigilarla. Que le asignaban extravagantes cometidos cuyo
alcance ignoraba, aunque suponía, quería suponer, que tenían una finalidad
bienhechora. O legal, al menos. Y un término como legal sonaba ajeno a esos
hombres sigilosos, de mirada taciturna, que parecían estar siempre al acecho.
Terminó
de secarse el pelo y comenzó a vestirse. Contra todos los dictados del sentido
común se puso la gabardina, tomó la cartera y salió. No quiso usar el ascensor
para que el portero de la noche no viera sus movimientos. Bajó siete pisos por
la escalera y se internó en el garaje, esa red de túneles subterráneos que se
extendía bajo el cristalino edificio. Sin dejar de cuestionar su propia falta
de criterio, Matilde encendió el motor, arrancó y salió por la rampa hacia la
calle. Tomó por el bulevar y se dirigió, lo más rápido que sus nervios le
permitieron, hacia el cruce que Janus le había indicado por teléfono. Era
lejos, hacia el lado del puerto, pero no tardaría más de veinte minutos en
llegar.
Atravesó la
ciudad vieja, las calles invadidas por hurgadores de basura, adictos y
prostitutas, jurándose a sí misma que si no veía a Janus, daría la vuelta y se
iría a su casa, esta vez para siempre. Janus no estaba. Quien se subió al auto, demudado y aterido, fue David. Jadeaba recostado contra el asiento, con
las manos aferradas a un tubo como los que se usan para guardar láminas o
mapas. Con voz sofocada, le indicó que continuara lo más rápido posible.
Respondió a las preguntas de Matilde con reticentes monosílabos que no aclaraban
nada, cerró los ojos y permaneció en silencio el resto del viaje.
Matilde aceleró para tomar la avenida del mar, dejó atrás la escollera y salió a la
ruta. Manejó casi dos horas, atravesando bosques y barrancos que a la luz de la
luna formaban un paisaje desolado. Cada tanto escudriñaba el espejo retrovisor,
temiendo que alguien estuviera siguiéndolos. Cuando llegaron a los pinares de
la costa, entró por unas callecitas de barro y se detuvo frente a una cabaña
apartada. Dejaron el auto en la cochera. Un Escort rojo con matrícula de
Montevideo podía alertar a eventuales perseguidores o perturbar a los escasos
pobladores del lugar. Entraron con una llave que David sacó de la nada y sin
atreverse a encender las luces, permanecieron inmóviles hasta que sus ojos se
adaptaron a la oscuridad.
La noche estaba helada y el miedo la hacía tiritar.
Se abrazó al hombre, que también temblaba. Él la rechazó con suavidad, pero Matilde lo aferró por la nuca y besó sus labios fríos hasta que se fueron entibiando.
Lo arrastró al dormitorio, lo tendió sobre la cama y comenzó a acariciarlo. Con
renuencia, él la dejó hacer. Al resplandor de la luna lo fue desvistiendo
lentamente, despertando su cuerpo de un viejo letargo, derribando las frágiles
resistencias que iban convirtiéndose en avidez. En pocas horas, Matilde avasalló
lustros de abstinencia, siglos de soledad. Lo exploró a su placer, le arrancó
gemidos casi inaudibles, lo forzó a suplicar con voz entrecortada. Lo hizo agonizar
y renacer una y otra vez. Bebió de él, respiró su aliento y devoró sus
estertores. Succionó su esperma y su voluntad, lo exprimió hasta consumirlo y
saciada al fin lo dejó caer exhausto, hundiéndose juntos en un sueño profundo
que los atrapó como una tela de araña.
………
Una semana después de la noche en la cabaña, Matilde volvió a escuchar la voz de Janus en el teléfono. Tenía que verla, le
dijo. Ella dudó. Había decidido terminar con ese juego sin sentido. Incluso estuvo
a punto de consultar a Ferreira, amigo y abogado de la familia, para
cerciorarse de que no había llegado a involucrarse en dificultades de índole
legal. O peor aún, llegó a pensar que tal vez corriera peligro. Se sentía
vigilada, controlada. No sabía quiénes eran esos hombres, ni de quién se
escondían. O qué era lo que buscaban.
Su primer
encuentro con ellos había golpeado como una piedra en el agua estancada de una
vida confortable, de relativo éxito profesional y socialmente estática. Pero
meses después de infiltrarse en esa red incierta, laxa, estimulante, comenzaba
a sentirse oprimida. Una tenue sensación de asfixia la asaltaba en los momentos
de reflexión. El problema era que no tenía elementos concretos para plantearle
un caso a Ferreira. Todo era muy vago. Y algunos episodios, inconfesables. De
sólo imaginar la velada censura de su mirada y sus amables consejos apelando a
la prudencia, se deprimía.
Cortó
con Janus y se sirvió un whisky. No debería salir, y menos con el temporal que
amenazaba desatarse en cualquier momento, pero no podía resistirse a esa voz
que la invocaba desde las profundidades de la noche. Resolvió verlo, aunque
fuera por última vez. Enfrentarlo francamente, hacerle todas las preguntas que
tenía atragantadas y exigir una respuesta. De igual a igual. Todo quedaría
aclarado, tal vez incluso podrían ser amigos. Y David, quería saber por qué
había desaparecido.
Siguiendo
las instrucciones de Janus, Matilde fue hasta el lugar concertado en un taxi que
tomó a varias cuadras de su casa. Cuando llegó, el temporal arreciaba. La
lluvia caía con fuerza, empapándolos. El agua les corría por la frente y las
mejillas. Janus la tomó del brazo y la condujo hasta una construcción
abandonada. Cruzaron los arcos ojivales del umbral y se adentraron por
corredores desiertos. Sus pasos resonaban contra las losas agrietadas por los
años y los muros de piedra parecían cerrarse sobre ellos. Se detuvieron a la
luz de unos cirios encendidos, bajo una bóveda de granito que amenazaba
desplomarse y sepultarlos.
Él musitó una frase ambigua, ella hizo preguntas.
Insistió, pero la dureza antigua de su mirada la hizo retroceder. Dio unos
pasos hacia atrás, susurrando palabras prohibidas con voz insegura. Antes de
que pudiera alejarse, él le aferró las manos y comenzó a hablar en una lengua
extraña. Era una especie de letanía, un discurso salmódico, ritual, que se
repetía una y otra vez. Su voz se impuso sobre la de ella, que aun contra su
voluntad se sentía subyugada por esa melodía rítmica, de inflexiones litúrgicas,
que parecía apelar a los más recóndito de su memoria genética, removiendo los
ecos de una contienda ancestral.
Escuchó y escuchó, sin entender. Escuchó con
sus oídos, con sus fibras nerviosas, con los poros de su piel. Sufrió cada
sílaba que atravesaba sus huesos y circulaba por sus arterias, contaminando sus
entrañas. Recién entonces comprendió. Supo quiénes eran ellos. A quién
buscaban. Y sintió que milenios de historia se posaban sobre sus hombros y
comenzaban a hundirla, inexorablemente.
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