miércoles, 20 de marzo de 2019

Crónica de una noche infinita


                El taxista miró por el espejo retrovisor la expresión abstraída de su pasajera. Sin decir nada aminoró la marcha y continuó transitando, sin apuro, por el amplio bulevar cercado de palmeras. El barrio periférico indicado por la elegante mujer que recogiera en la esquina más luminosa de Pocitos estaba a unos veinte minutos. Sin embargo, decidió planificar un recorrido indirecto y largo. Era una noche de pocos clientes y quería sacarle provecho a ese viaje, aunque no le gustara la idea de internarse a esas horas en la que fuera, hasta principios de siglo, una zona señorial. Abandonadas por las familias pudientes que décadas atrás decidieran emigrar hacia la costa, las mansiones del novecientos estaban en ruinas. Deshabitadas o invadidas por intrusos.
                La llovizna empañaba el aire inmóvil de la noche. Bajo el tapado de piel, Lala sintió escalofríos. Había tomado un taxi para no llegar en su propio auto a la casa de la calle Iturbide. El miedo y la ansiedad le provocaban un nudo en el estómago y no habría sido capaz de conducir en esas condiciones. Menos aún de regresar a su departamento antes de la madrugada
                Hasta hacía pocos minutos, Lala estaba tomando un whisky en una confortable sala de estar, tratando de seguir una conversación banal sin que se notara que su mente estaba muy lejos de allí. La plática intrascendente de sus amigas no le molestaba. Por el contrario, le servía de plataforma para entregarse a sueños inconfesables. Después de su divorcio, Lala se había esmerado en cultivar una imagen de mujer inaccesible. El juego de atraer eludiendo le generaba un placer menos trivial que el de un erotismo convencional. Y le aseguraba una corte de obstinados perseguidores. Sus opiniones políticas no disminuían su atractivo. Aunque irritantes, eran consideradas inofensivas. Los exabruptos socializantes con los que Lala aún podía arruinarle la ceremonia del té a su madre no eran falsos, sin embargo. O no siempre lo habían sido. Bebió un último trago mientras recordaba, contra su voluntad, a su mejor amiga de la resistencia universitaria. Aún después de tantos años, aquellos ojos de ceniza volvían, cada noche, para interrogarla.
                El taxista, que había elaborado un trayecto largo y remunerador, estaba de todos modos arrepentido de haber entrado en ese barrio. La extraña ocupante del asiento trasero parecía desconectada de la realidad. La dejó en una esquina desolada y aceleró para salir de ese lugar lo antes posible.
                Con el cuello del abrigo cubriéndole la cara, Lala caminó unos cuantos metros hasta llegar a una puerta gris. Entró, sabiendo que la escuchaban. Acostado en la cama, con los ojos fijos en la oscuridad, el hombre fumaría pausadamente un cigarrillo mientras seguía, atento, el itinerario de los pasos cautelosos que transitaban por el corredor y comenzaban a subir por los escalones gastados. Como un animal al acecho, sentiría la respiración agitada, el susurro de las pieles deslizándose hacia el suelo y el perfume violento que lo sofocaba.
                De a ratos se filtraba cierta claridad a través de las celosías. Las luces de algunos autos extraviados en esa calle apartada se reflejaban, apenas, en los botones del uniforme colgado de la única silla. Unas pocas palabras concertaron el siguiente encuentro. Lala reprimió el impulso de acariciar el perfil hermético que yacía a su lado y comenzó a vestirse con negligencia, apurada, para iniciar el interminable camino hacia la salida.
                Bajó las escaleras mientras sentía flotar, entre las sombras, una mirada translúcida. Casi jadeando llegó hasta la puerta. La cerró de un golpe y juró, como todas y cada una de esas noches, que no volvería.

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