El
taxista miró por el espejo retrovisor la expresión abstraída de su pasajera.
Sin decir nada aminoró la marcha y continuó transitando, sin apuro, por el
amplio bulevar cercado de palmeras. El barrio periférico indicado por la
elegante mujer que recogiera en la esquina más luminosa de Pocitos estaba a
unos veinte minutos. Sin embargo, decidió planificar un recorrido indirecto y
largo. Era una noche de pocos clientes y quería sacarle provecho a ese viaje,
aunque no le gustara la idea de internarse a esas horas en la que fuera, hasta
principios de siglo, una zona señorial. Abandonadas por las familias pudientes
que décadas atrás decidieran emigrar hacia la costa, las mansiones del
novecientos estaban en ruinas. Deshabitadas o invadidas por intrusos.
La
llovizna empañaba el aire inmóvil de la noche. Bajo el tapado de piel, Lala
sintió escalofríos. Había tomado un taxi para no llegar en su propio auto a la
casa de la calle Iturbide. El miedo y la ansiedad le provocaban un nudo en el
estómago y no habría sido capaz de conducir en esas condiciones. Menos aún de
regresar a su departamento antes de la madrugada
Hasta
hacía pocos minutos, Lala estaba tomando un whisky en una confortable sala de
estar, tratando de seguir una conversación banal sin que se notara que su mente
estaba muy lejos de allí. La plática intrascendente de sus amigas no le
molestaba. Por el contrario, le servía de plataforma para entregarse a sueños
inconfesables. Después de su divorcio, Lala se había esmerado en cultivar una
imagen de mujer inaccesible. El juego de atraer eludiendo le generaba un placer
menos trivial que el de un erotismo convencional. Y le aseguraba una corte de
obstinados perseguidores. Sus opiniones políticas no disminuían su atractivo.
Aunque irritantes, eran consideradas inofensivas. Los exabruptos socializantes
con los que Lala aún podía arruinarle la ceremonia del té a su madre no eran
falsos, sin embargo. O no siempre lo habían sido. Bebió un último trago
mientras recordaba, contra su voluntad, a su mejor amiga de la resistencia
universitaria. Aún después de tantos años, aquellos ojos de ceniza volvían,
cada noche, para interrogarla.
El
taxista, que había elaborado un trayecto largo y remunerador, estaba de todos
modos arrepentido de haber entrado en ese barrio. La extraña ocupante del
asiento trasero parecía desconectada de la realidad. La dejó en una esquina
desolada y aceleró para salir de ese lugar lo antes posible.
Con
el cuello del abrigo cubriéndole la cara, Lala caminó unos cuantos metros hasta
llegar a una puerta gris. Entró, sabiendo que la escuchaban. Acostado en la
cama, con los ojos fijos en la oscuridad, el hombre fumaría pausadamente un
cigarrillo mientras seguía, atento, el itinerario de los pasos cautelosos que
transitaban por el corredor y comenzaban a subir por los escalones gastados.
Como un animal al acecho, sentiría la respiración agitada, el susurro de las
pieles deslizándose hacia el suelo y el perfume violento que lo sofocaba.
De
a ratos se filtraba cierta claridad a través de las celosías. Las luces de
algunos autos extraviados en esa calle apartada se reflejaban, apenas, en los
botones del uniforme colgado de la única silla. Unas pocas palabras concertaron
el siguiente encuentro. Lala reprimió el impulso de acariciar el perfil
hermético que yacía a su lado y comenzó a vestirse con negligencia, apurada,
para iniciar el interminable camino hacia la salida.
Bajó
las escaleras mientras sentía flotar, entre las sombras, una mirada
translúcida. Casi jadeando llegó hasta la puerta. La cerró de un golpe y juró,
como todas y cada una de esas noches, que no volvería.
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