Desde
el mirador los vio alejarse y desde el mirador aguardaba su regreso. A través
del aire que vibraba al calor del mediodía divisó, como tantas otras veces, una
nube de polvo que se acercaba, dando un extenso rodeo, hacia el casco mismo de
la estancia. Al principio pensó que eran jinetes guiando una tropa de ganado,
pero cambió de idea cuando sintió el ruido de un motor que amenazaba espantar
hasta a los caranchos que devoraban una oveja muerta. La camioneta patinó y
estuvo a punto de empantanarse junto a la portera, en un paso de barro que
cualquier volanta hubiera atravesado con facilidad.
Una
mujer vestida de hombre bajó del vehículo y se dirigió al patio interior como
si fuera la dueña de la casa. Tenía un lejano aire a sus primos de Illescas, sobre
todo en los pómulos, tan pronunciados que sugerían una inconfesable mezcla de
orígenes, turbia posibilidad que toda la familia hubiera negado con gesto
ofendido. Sofía no supo definir, sin embargo, la procedencia de sus labios
finos y voluntariosos, rasgo que no figuraba en los anales de los Barrios ni de
los Bandeira.
Sin
demostrar ningún temor, la desconocida entró por la puerta del fondo, subió por
la herrumbrada escalera en espiral y salió a la azotea. Se apoyó en una de las
troneras y permaneció un rato mirando el horizonte. Por un instante, Sofía dejó
de escrutar la lejanía y se dedicó a observar a esa joven de modales decididos,
calzada con unas botas de caña alta que hubieran sido más apropiadas para un
varón. Aunque hacía mucho tiempo que no
veía a nadie de su familia, no le fue difícil reconocer, a través de
generaciones, su propio destino. Se dejó invadir por un sentimiento de
compasión. Las primogénitas de los Barrios estaban condenadas a la soledad. Las
hijas menores, en cambio, solían alcanzar la dicha pero morían jóvenes, siempre
por causas difíciles de comprender.
No
tardó en volver los ojos hacia la distancia. Soñaba con ver perfilarse, a lo
lejos, la figura de su hermano en un tordillo. Y a su lado, como siempre, el
tape. Tantas veces los había visto galopando juntos… Montaban y salían campo
afuera, sin esperarla. Seguían alguna tropilla, iban a cazar o llegaban hasta
el arroyo para sacudirse la modorra de los mediodías de verano. Cuando ella
podía alcanzarlos, a pie o en un moro viejo de trote lento y cansino, intentaba
retener su atención y su compañía aunque fuera por unos minutos. Hablaba
demasiado, se burlaban ellos, pero a veces se quedaban a escucharla. Sofía les
contaba historias, leídas o inventadas, exagerando las peripecias y
entreverando los finales si notaba que su inquieto auditorio comenzaba a
aburrirse. Cuando la dejaban sola, hundía los pies en el barro fresco de las
orillas del Monzón y se dormía acompañada por el canto de las chicharras.
Por
las noches, mientras doña Tecla preparaba la cena, se reunían junto al fogón de
la cocina. Ella acostumbraba leer en voz alta los fragmentos más emocionantes
de alguna novela de moda, unas novelas románticas que sus tías de Montevideo le
hacían llegar con frecuencia, en un desesperado intento por consolidar una
educación casi inexistente. Los libros venían acompañados de unas misivas
largas y cariñosas, plagadas de consejos útiles para la formación de una señorita. Con solo proponérselo, susurraba la tía Babel en elegante letra
cursiva, su sobrina predilecta podría deslumbrar a los salones de la capital. Su
talle esbelto, agregaba la tía Aurelia, luciría con gracia los lujosos vestidos
que la prima Felicia le describía al detalle. Sofía, desparramada en una hamaca
a la sombra de un árbol, leía y releía aquellas cartas seductoras que la
llamaban desde la ciudad, alejándola de los parajes agrestes en los que había
crecido. En la quietud de la siesta, entre el sueño y el letargo, pensaba en
los mozos de buena familia que paseaban por la plaza matriz, apreciando la
belleza y la distinción de las jóvenes casaderas. Cuando el sol empezaba a
declinar, guardaba los papeles perfumados en una cajita de marfil que había
heredado de su madre y se iba a correr entre las chilcas acompañada de sus perros. Se trepaba a
los árboles con la agilidad de una comadreja y desde las ramas más altas les
tiraba piedritas a su hermano y al tape, que habían vuelto y hacían como si no
la vieran mientras desensillaban sus caballos.
Sola
en el aire transparente, Sofía volvió a pensar en aquellas noches del pasado,
en las historias de amor y de muerte que llenaban cientos de páginas. Para
fastidiarla, su hermano solía bostezar ostensiblemente en los momentos
culminantes de la narración. El tape, en cambio, la escuchaba absorto mientras
sus ojos oscuros se encendían al crepitar el fuego. Raras veces estaba su padre,
que pasaba la mayor parte del tiempo recorriendo sus extensas propiedades. En
esas ocasiones, la familia cenaba en el salón y el tape lo hacía en la cocina,
con los otros sirvientes.
Pensó
también en aquel amanecer de mayo en que todo terminó, cuando su hermano cruzó
el paso de las ánimas para unirse a las tropas que avanzaban incontenibles
hacia el sur. Partió contra la voluntad de su padre, acompañado por el tape y otros
hombres jóvenes de la estancia. Apenas tuvieron tiempo de despedirse. Sofía le
dijo que lo esperaría siempre. Él no contestó, ocupado en limpiar sus armas y
juntar las pocas cosas que llevaría en la expedición.
Los
años pasaron pero ella nunca envejeció. Conservó su cutis terso y el color de
sus cabellos, castaños como la corteza del ñandubay. Una mañana de primavera,
una prima más o menos lejana llegó con su esposo y un montón de niños a hacerse
cargo de la casa. Las risas y los llantos volvieron a escucharse en las
habitaciones, pero Sofía permaneció ajena al alboroto y el resto de la familia
se habituó a eludirla. Pasaba los días en el mirador y por las noches encendía
velas junto a las ventanas, luces que orientaran a los viajeros perdidos en la
oscuridad.
Las
generaciones se fueron sucediendo y ellos nunca regresaron. Alguien los vio,
inseparables, junto a una cañada. Su hermano estaba herido y el tape lo
cuidaba, inescrutable y fiel. Después, el rastro se perdió. Sus parientes se
fueron a Montevideo y aunque al principio volvían durante los veranos,
finalmente terminaron por olvidarse de aquellos campos.
Hacía
muchos años que el casco de la estancia estaba abandonado. Sólo pasaban, de
tanto en tanto, troperos que pernoctaban en el patio, bajo las estrellas, sin
entrar nunca en el viejo caserón. Los muros se fueron descascarando, casi todos
los vidrios estaban rotos. Los tapices, los cortinados y las sedas habían
desaparecido hacía tiempo.
En
la azotea, la mujer recién llegada seguía inmóvil, tal vez abrumada por tanta
soledad. La resolana le hacía fruncir la frente y el viento agitaba su cabello
suelto, demasiado corto. Sofía la vio hacer un gesto brusco para arrancarse de
la contemplación y la siguió con la mirada mientras recorría cada una de las
habitaciones de la planta baja, atravesando ambientes que habían estado desiertos
por décadas. Intentó inútilmente abrir la puerta principal, tanteó las ventanas
y los postigos que impedían la entrada de luz y de aire, y al final se detuvo
al borde de la escalera que conducía a los sótanos, sin decidirse a internarse
en sus profundidades.
Antes
de irse, bajó varios cajones de la camioneta y los amontonó en lo que una vez
fuera la cocina. Pensaría volver, quizá. A Sofía no le molestaba que hubiera
gente en la casa. Sólo pedía que la dejaran en el mirador, sola, acariciando el
horizonte durante el día, encendiendo velas para los ausentes durante la noche.
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