miércoles, 20 de marzo de 2019

La cañada de los cuervos


                Desde el mirador los vio alejarse y desde el mirador aguardaba su regreso. A través del aire que vibraba al calor del mediodía divisó, como tantas otras veces, una nube de polvo que se acercaba, dando un extenso rodeo, hacia el casco mismo de la estancia. Al principio pensó que eran jinetes guiando una tropa de ganado, pero cambió de idea cuando sintió el ruido de un motor que amenazaba espantar hasta a los caranchos que devoraban una oveja muerta. La camioneta patinó y estuvo a punto de empantanarse junto a la portera, en un paso de barro que cualquier volanta hubiera atravesado con facilidad.
                Una mujer vestida de hombre bajó del vehículo y se dirigió al patio interior como si fuera la dueña de la casa. Tenía un lejano aire a sus primos de Illescas, sobre todo en los pómulos, tan pronunciados que sugerían una inconfesable mezcla de orígenes, turbia posibilidad que toda la familia hubiera negado con gesto ofendido. Sofía no supo definir, sin embargo, la procedencia de sus labios finos y voluntariosos, rasgo que no figuraba en los anales de los Barrios ni de los Bandeira.
            Sin demostrar ningún temor, la desconocida entró por la puerta del fondo, subió por la herrumbrada escalera en espiral y salió a la azotea. Se apoyó en una de las troneras y permaneció un rato mirando el horizonte. Por un instante, Sofía dejó de escrutar la lejanía y se dedicó a observar a esa joven de modales decididos, calzada con unas botas de caña alta que hubieran sido más apropiadas para un varón.  Aunque hacía mucho tiempo que no veía a nadie de su familia, no le fue difícil reconocer, a través de generaciones, su propio destino. Se dejó invadir por un sentimiento de compasión. Las primogénitas de los Barrios estaban condenadas a la soledad. Las hijas menores, en cambio, solían alcanzar la dicha pero morían jóvenes, siempre por causas difíciles de comprender.
                No tardó en volver los ojos hacia la distancia. Soñaba con ver perfilarse, a lo lejos, la figura de su hermano en un tordillo. Y a su lado, como siempre, el tape. Tantas veces los había visto galopando juntos… Montaban y salían campo afuera, sin esperarla. Seguían alguna tropilla, iban a cazar o llegaban hasta el arroyo para sacudirse la modorra de los mediodías de verano. Cuando ella podía alcanzarlos, a pie o en un moro viejo de trote lento y cansino, intentaba retener su atención y su compañía aunque fuera por unos minutos. Hablaba demasiado, se burlaban ellos, pero a veces se quedaban a escucharla. Sofía les contaba historias, leídas o inventadas, exagerando las peripecias y entreverando los finales si notaba que su inquieto auditorio comenzaba a aburrirse. Cuando la dejaban sola, hundía los pies en el barro fresco de las orillas del Monzón y se dormía acompañada por el canto de las chicharras.
                Por las noches, mientras doña Tecla preparaba la cena, se reunían junto al fogón de la cocina. Ella acostumbraba leer en voz alta los fragmentos más emocionantes de alguna novela de moda, unas novelas románticas que sus tías de Montevideo le hacían llegar con frecuencia, en un desesperado intento por consolidar una educación casi inexistente. Los libros venían acompañados de unas misivas largas y cariñosas, plagadas de consejos útiles para la formación de una señorita. Con solo proponérselo, susurraba la tía Babel en elegante letra cursiva, su sobrina predilecta podría deslumbrar a los salones de la capital. Su talle esbelto, agregaba la tía Aurelia, luciría con gracia los lujosos vestidos que la prima Felicia le describía al detalle. Sofía, desparramada en una hamaca a la sombra de un árbol, leía y releía aquellas cartas seductoras que la llamaban desde la ciudad, alejándola de los parajes agrestes en los que había crecido. En la quietud de la siesta, entre el sueño y el letargo, pensaba en los mozos de buena familia que paseaban por la plaza matriz, apreciando la belleza y la distinción de las jóvenes casaderas. Cuando el sol empezaba a declinar, guardaba los papeles perfumados en una cajita de marfil que había heredado de su madre y se iba a correr entre las chilcas acompañada de sus perros. Se trepaba a los árboles con la agilidad de una comadreja y desde las ramas más altas les tiraba piedritas a su hermano y al tape, que habían vuelto y hacían como si no la vieran mientras desensillaban sus caballos.
                Sola en el aire transparente, Sofía volvió a pensar en aquellas noches del pasado, en las historias de amor y de muerte que llenaban cientos de páginas. Para fastidiarla, su hermano solía bostezar ostensiblemente en los momentos culminantes de la narración. El tape, en cambio, la escuchaba absorto mientras sus ojos oscuros se encendían al crepitar el fuego. Raras veces estaba su padre, que pasaba la mayor parte del tiempo recorriendo sus extensas propiedades. En esas ocasiones, la familia cenaba en el salón y el tape lo hacía en la cocina, con los otros sirvientes.
                Pensó también en aquel amanecer de mayo en que todo terminó, cuando su hermano cruzó el paso de las ánimas para unirse a las tropas que avanzaban incontenibles hacia el sur. Partió contra la voluntad de su padre, acompañado por el tape y otros hombres jóvenes de la estancia. Apenas tuvieron tiempo de despedirse. Sofía le dijo que lo esperaría siempre. Él no contestó, ocupado en limpiar sus armas y juntar las pocas cosas que llevaría en la expedición.
                Los años pasaron pero ella nunca envejeció. Conservó su cutis terso y el color de sus cabellos, castaños como la corteza del ñandubay. Una mañana de primavera, una prima más o menos lejana llegó con su esposo y un montón de niños a hacerse cargo de la casa. Las risas y los llantos volvieron a escucharse en las habitaciones, pero Sofía permaneció ajena al alboroto y el resto de la familia se habituó a eludirla. Pasaba los días en el mirador y por las noches encendía velas junto a las ventanas, luces que orientaran a los viajeros perdidos en la oscuridad.
                Las generaciones se fueron sucediendo y ellos nunca regresaron. Alguien los vio, inseparables, junto a una cañada. Su hermano estaba herido y el tape lo cuidaba, inescrutable y fiel. Después, el rastro se perdió. Sus parientes se fueron a Montevideo y aunque al principio volvían durante los veranos, finalmente terminaron por olvidarse de aquellos campos.
                Hacía muchos años que el casco de la estancia estaba abandonado. Sólo pasaban, de tanto en tanto, troperos que pernoctaban en el patio, bajo las estrellas, sin entrar nunca en el viejo caserón. Los muros se fueron descascarando, casi todos los vidrios estaban rotos. Los tapices, los cortinados y las sedas habían desaparecido hacía tiempo.
                En la azotea, la mujer recién llegada seguía inmóvil, tal vez abrumada por tanta soledad. La resolana le hacía fruncir la frente y el viento agitaba su cabello suelto, demasiado corto. Sofía la vio hacer un gesto brusco para arrancarse de la contemplación y la siguió con la mirada mientras recorría cada una de las habitaciones de la planta baja, atravesando ambientes que habían estado desiertos por décadas. Intentó inútilmente abrir la puerta principal, tanteó las ventanas y los postigos que impedían la entrada de luz y de aire, y al final se detuvo al borde de la escalera que conducía a los sótanos, sin decidirse a internarse en sus profundidades.
                Antes de irse, bajó varios cajones de la camioneta y los amontonó en lo que una vez fuera la cocina. Pensaría volver, quizá. A Sofía no le molestaba que hubiera gente en la casa. Sólo pedía que la dejaran en el mirador, sola, acariciando el horizonte durante el día, encendiendo velas para los ausentes durante la noche.

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