jueves, 21 de marzo de 2019

LA CERRADURA EXTRAVIADA


                Tenía pocos amigos y no era dada a confidencias. Tal vez por eso no habló con nadie acerca de los sueños que comenzaron a acosarla después de haberse mudado. Su nuevo departamento, amplio y luminoso, estaba en el piso más alto de una torre solitaria. La ausencia de otros edificios en las cercanías permitía entrever, aunque distante y desde una perspectiva sesgada, la bahía de Montevideo. Ya en los primeros días, Martínez adquirió la costumbre de desayunar en el balcón, entretenida por el movimiento de los buques en el puerto. A mitad de camino, la torre de las comunicaciones resplandecía contra el cielo azul. Casi translúcida, su cúspide se tensaba como un arco, vibrante en la reverberación de la mañana.
               Espejismos, pensaba ella, masticando sus tostadas. Una torre ensamblada de espejismos.
             Sus días transcurrían plácidos y rutinarios, pero sus noches no escapaban a una pesadilla recurrente. Aún después de despertarse, fragmentos de sueños inconclusos seguían flotando en la media luz de la madrugada. Sus puños que golpeaban contra la madera maciza de una puerta cerrada, su propio cuerpo que descargaba su ira y su impotencia contra los muebles oscuros, casi fúnebres, de una habitación desconocida.
              Un sábado de otoño se despertó particularmente angustiada. Para distraerse salió a caminar y sus pasos la llevaron hasta la plaza matriz. Casi sin darse cuenta, se fue internando en el laberinto de puestos que se ramificaban alrededor de la fuente. Entre los objetos que los feriantes calificaban generosamente de antigüedades, a veces se encontraban piezas valiosas a precios accesibles. Ahí había comprado una cajita de nácar en la que guardaba sus pendientes, y también un trozo de madera agrietada que podría haber formado parte, siglos atrás, del bauprés de algún navío mercante que traficara en aguas del Río de la Plata.
Paseó un rato entre los puestos, indecisa, tratando de combatir su inclinación natural a adquirir cosas inútiles. Debería seguir un criterio coherente en sus compras si quería iniciar una colección digna de ese nombre, pensó con displicencia, mientras vacilaba entre un enigmático reloj de arena y una tacita de porcelana en estado de franco deterioro. Un impulso la llevó a abandonar estos objetos y decidirse por una llave grande y pesada, resto de un cerrojo antiguo. La tomó entre sus dedos y la observó unos instantes, complacida por la certeza de que esa llave nunca tendría una utilidad práctica en su moderno departamento. Dudó al escuchar la cifra reclamada por el anticuario, que insistía en que la llave estaba en óptimo estado y funcionaría a la perfección si ella lograba dar con la cerradura indicada. Resuelta a llevársela, Martínez regateó durante varios minutos con el quimérico anciano, cuya penetrante mirada no dejaba de intrigarla. Finalmente obtuvo una rebaja que, aunque insustancial, al menos dejaba a salvo sus pretensiones de ser una hábil negociante.
                No tardó en descubrir que la llave despertaba en ella sensaciones raras. Al atardecer, mientras los estertores del sol se reflejaban en la torre de vidrio, con sólo acariciar las espirales del bronce entre sus dedos podía sentir el olor del mar, el golpe de las olas contra el casco de un velero. Unas palabras resonaban en su mente, y aunque no entendía el idioma en el que estaban pronunciadas, podía reconocer un juramento. Un pacto cuyos términos no lograba recordar.
                En sueños, Martínez volvía a ver la puerta trancada, la blancura de las sábanas, la enorme cama con dosel. El desesperado intento de escapar por la ventana, trepando por las rejas coloniales del balcón hasta llegar a la azotea. El salto mortal que le habría permitido alcanzar el muro de la casa de al lado para bajar hasta la vereda y correr. Correr hasta el puerto por las callejuelas empedradas de San Felipe y Santiago.
                Mientras las imágenes nocturnas se volvían cada vez más claras, Martínez comenzaba a sobrellevar su vida corriente como una sonámbula. Transitaba por las calles como a la deriva, flotaba entre la gente cuando hacía las compras en el supermercado, veía los objetos como a través de una niebla y los sonidos cotidianos se convertían en ecos confusos. Así, navegando entre dos sueños, se le iban pasando los días.
                Fue recién a fines de abril cuando Martínez comenzó a comprender. Las visiones la hostigaban, elusivas y turbias. Mujeres de negro que lloraban junto a su cama, el olor a incienso que invadía la habitación, una voz castiza que salmodiaba un responso inútil por el eterno descanso de su alma. La llave seguía siendo la clave de esas vibraciones. La acariciaba durante horas mientras intentaba recordar algo que palpitaba en su interior, sin atreverse a salir a la luz. Hasta que una noche se durmió con la llave aferrada entre sus dedos.
                Doña Elvira no murió esa noche, como algunos dijeron. Nadie encontró su cuerpo destrozado contra las losas del patio interior. Sus funerales no se celebraron una mañana de mayo en la iglesia matriz, como contaron a sus nietos los descendientes de la rancia familia de su viudo. Poco antes del alba, una llave giró silenciosa en la cerradura, una figura embozada se deslizó escaleras abajo con el sigilo de un fantasma y salió a la calle por la estrecha puerta que usaba la servidumbre. Sus pasos recorrieron sin vacilar las pocas cuadras que separaban el solar de su familia del muelle mercantil, donde un navegante escocés esperaba desde hacía siglos, con las velas desplegadas para zarpar.
                Ya surcaban las aguas de la bahía cuando Martínez, con el manto aún cubriéndole la cara, se volvió a mirar por última vez la ciudad que abandonaba para siempre. El recuerdo brumoso de una torre de acero y cristal no la perturbó demasiado. Los vestigios de su vida anterior naufragarían pronto en los ojos azules del capitán, que dirigía las maniobras de los marineros desde el puente de mando. Su voz impartía órdenes en una lengua extraña a la que Martínez no tardaría en acostumbrarse.  

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