Tenía
pocos amigos y no era dada a confidencias. Tal vez por eso no habló
con nadie acerca de los sueños que comenzaron a acosarla después de haberse
mudado. Su nuevo departamento, amplio y luminoso, estaba en el piso más alto de
una torre solitaria. La ausencia de otros edificios en las cercanías permitía
entrever, aunque distante y desde una perspectiva sesgada, la bahía de
Montevideo. Ya en los primeros días, Martínez adquirió la costumbre de
desayunar en el balcón, entretenida por el movimiento de los buques en el
puerto. A mitad de camino, la torre de las comunicaciones resplandecía contra
el cielo azul. Casi translúcida, su cúspide se tensaba como un arco, vibrante
en la reverberación de la mañana.
Espejismos,
pensaba ella, masticando sus tostadas. Una torre ensamblada de espejismos.
Sus
días transcurrían plácidos y rutinarios, pero sus noches no escapaban a una
pesadilla recurrente. Aún después de despertarse, fragmentos de sueños
inconclusos seguían flotando en la media luz de la madrugada. Sus puños que
golpeaban contra la madera maciza de una puerta cerrada, su propio cuerpo que
descargaba su ira y su impotencia contra los muebles oscuros, casi fúnebres, de
una habitación desconocida.
Un
sábado de otoño se despertó particularmente angustiada. Para
distraerse salió a caminar y sus pasos la llevaron hasta la plaza
matriz. Casi sin darse cuenta, se fue internando en el laberinto de puestos que
se ramificaban alrededor de la fuente. Entre los objetos que los feriantes
calificaban generosamente de antigüedades, a veces se encontraban piezas
valiosas a precios accesibles. Ahí había comprado una cajita de nácar en la que
guardaba sus pendientes, y también un trozo de madera agrietada que podría
haber formado parte, siglos atrás, del bauprés de algún navío mercante que
traficara en aguas del Río de la Plata.
Paseó
un rato entre los puestos, indecisa, tratando de combatir su inclinación
natural a adquirir cosas inútiles. Debería seguir un criterio coherente en sus
compras si quería iniciar una colección digna de ese nombre, pensó con
displicencia, mientras vacilaba entre un enigmático reloj de arena y una tacita
de porcelana en estado de franco deterioro. Un impulso la llevó a abandonar
estos objetos y decidirse por una llave grande y pesada, resto de un cerrojo antiguo.
La tomó entre sus dedos y la observó unos instantes, complacida por la certeza
de que esa llave nunca tendría una utilidad práctica en su moderno departamento. Dudó
al escuchar la cifra reclamada por el anticuario, que insistía en
que la llave estaba en óptimo estado y funcionaría a la perfección si ella
lograba dar con la cerradura indicada. Resuelta a llevársela, Martínez regateó
durante varios minutos con el quimérico anciano, cuya penetrante mirada no
dejaba de intrigarla. Finalmente obtuvo una rebaja que, aunque insustancial, al
menos dejaba a salvo sus pretensiones de ser una hábil negociante.
No
tardó en descubrir que la llave despertaba en ella sensaciones raras. Al
atardecer, mientras los estertores del sol se reflejaban en la torre de vidrio,
con sólo acariciar las espirales del bronce entre sus dedos podía sentir el
olor del mar, el golpe de las olas contra el casco de un velero. Unas palabras
resonaban en su mente, y aunque no entendía el idioma en el que estaban
pronunciadas, podía reconocer un juramento. Un pacto cuyos términos no lograba
recordar.
En
sueños, Martínez volvía a ver la puerta trancada, la blancura de las sábanas,
la enorme cama con dosel. El desesperado intento de escapar por la ventana,
trepando por las rejas coloniales del balcón hasta llegar a la azotea. El salto
mortal que le habría permitido alcanzar el muro de la casa de al lado para
bajar hasta la vereda y correr. Correr hasta el puerto por las callejuelas
empedradas de San Felipe y Santiago.
Mientras
las imágenes nocturnas se volvían cada vez más claras, Martínez comenzaba a
sobrellevar su vida corriente como una sonámbula. Transitaba por las calles
como a la deriva, flotaba entre la gente cuando hacía las compras en el
supermercado, veía los objetos como a través de una niebla y los sonidos
cotidianos se convertían en ecos confusos. Así, navegando entre dos sueños, se
le iban pasando los días.
Fue
recién a fines de abril cuando Martínez comenzó a comprender. Las visiones la
hostigaban, elusivas y turbias. Mujeres de negro que lloraban junto a su cama,
el olor a incienso que invadía la habitación, una voz castiza que salmodiaba un
responso inútil por el eterno descanso de su alma. La llave seguía siendo la
clave de esas vibraciones. La acariciaba durante horas mientras intentaba recordar
algo que palpitaba en su interior, sin atreverse a salir a la luz. Hasta que
una noche se durmió con la llave aferrada entre sus dedos.
Doña
Elvira no murió esa noche, como algunos dijeron. Nadie encontró su cuerpo
destrozado contra las losas del patio interior. Sus funerales no se celebraron
una mañana de mayo en la iglesia matriz, como contaron a sus nietos los descendientes
de la rancia familia de su viudo. Poco antes del alba, una llave giró
silenciosa en la cerradura, una figura embozada se deslizó escaleras abajo con
el sigilo de un fantasma y salió a la calle por la estrecha puerta que usaba la
servidumbre. Sus pasos recorrieron sin vacilar las pocas cuadras que separaban
el solar de su familia del muelle mercantil, donde un navegante escocés esperaba
desde hacía siglos, con las velas desplegadas para zarpar.
Ya
surcaban las aguas de la bahía cuando Martínez, con el manto aún cubriéndole la
cara, se volvió a mirar por última vez la ciudad que abandonaba para siempre.
El recuerdo brumoso de una torre de acero y cristal no la perturbó demasiado.
Los vestigios de su vida anterior naufragarían pronto en los ojos azules del
capitán, que dirigía las maniobras de los marineros desde el puente de mando.
Su voz impartía órdenes en una lengua extraña a la que Martínez no tardaría en
acostumbrarse.
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