Eso
fue lo que vio Carla cuando Marzius cruzó el vestíbulo del teatro para
dirigirse a la salida. Faltaban varias horas para la función y Carla había ido
a recoger las entradas para el estreno de esa noche. Quedó algo extrañada al
ver la figura magra y distinguida de su amigo saliendo de una habitación cuya
puerta ostentaba un cartelito que decía “Privado”. Él la saludó con su cortesía
habitual, pero sin detenerse. Y mientras se alejaba con su paso tranquilo,
apoyándose apenas en su bastón, Carla pudo ver el vaivén de las puertas
reflejado en los espejos que cubrían las paredes de la sala. Permaneció inmóvil
durante unos minutos, abrumada por la confirmación de sus peores
presentimientos.
-Usted no es
real -le recriminó la siguiente vez que lo vio, sin poder reprimir su despecho.
Él se salió
por la tangente, tratando de evadir una respuesta concreta, pero Carla lo acosó
hasta que ambos llegaron a un silencio resignado. Después de esa conversación,
estuvieron un tiempo sin verse. Ella no podía dejar de pensar en su abuela,
muerta años atrás en una clínica psiquiátrica.
Volvió a salir
con Raúl, de quien se había alejado para cultivar esa extraña relación con
Marzius. Raúl no sabía escucharla con la atención que ella requería, y era algo
renuente a la hora de seguirla en sus laberínticos y fragmentarios
razonamientos, pero nunca perdía el buen humor. Juntos iban al cine, al teatro,
a conciertos. Intercambiaban libros, comentaban sus impresiones y raramente
hacían el amor. Raúl era el único ser humano capaz de vencer, con su entrañable
parsimonia, las resistencias que ella presentaba al contacto físico con otra
piel. Pero cuando Raúl comenzó un año sabático, se embarcó en una gira de
conferencias por varias universidades extranjeras. Carla volvió a estar sola y
Marzius no tardó en reaparecer. Comprensivo, atento, melancólico.
Pensó en
consultar a un psicoanalista, pero no era probable que Marzius condescendiera a
dialogar desde un diván. Además, qué podría hacer un médico con un espectro del
siglo XIX. Venía de una antigua familia de editores italianos y se conocieron
cuando Carla acababa de publicar su primer libro. Estaba leyendo, sentada en un
banco del Paseo Buschental, cuando él se le acercó. Con sus modales anticuados
y un tenue acento lombardo le preguntó cómo llegar hasta el rosedal. Carla,
habitualmente tímida y reservada, se encontraba unos minutos después contándole
sus proyectos literarios, su infancia transcurrida en los pinares de Maldonado
y su añoranza de Venecia, ciudad que nunca había conocido. Él la escuchaba con
un aire vagamente distante, casi distraído, pero sin perder una sola de sus
palabras.
Con el tiempo,
Carla fue adaptándose a la peculiar modalidad de su amigo. Se encontraban en
lugares solitarios, donde nadie pudiera verlos. Proyectaban viajar juntos a
Italia, pasear por las plazas florentinas y recorrer las catacumbas romanas.
Habían logrado un nivel de comunicación incomparable. Carla le leía sus textos
antes que a nadie, y solía tener en cuenta las sugerencias que él,
delicadamente, le hacía. Incluso fantaseaba con la idea de que Marzius, a su
manera, estaba enamorado de ella. A veces le proponía trasladarse hasta el
siglo XIX, para estar juntos. Los límites cronológicos no la inquietaban,
siempre había creído que el tiempo era una ilusión. Él permanecía pensativo
durante largo rato, como si ella estuviera planteando un problema insoluble.
Así pasaron
varios meses hasta que una mañana Carla recibió una llamada de Raúl. Había
vuelto y quería verla. No era difícil darse cuenta de que Raúl y Marzius eran
incompatibles. La relación con uno de ellos excluía necesariamente al otro. Le habló
del asunto a Marzius, que soslayó una respuesta concreta. La suya no era una
amistad exigente, le dijo. Estaba dispuesto a compartirla si podían conservar
algunos espacios. Por el contrario, era impensable comentarle algo de esto a
Raúl. No lo entendería. Carla decidió guardar silencio. Quería conservar a Raúl
y no quería perder a Marzius.
-No eres real-
volvió a decirle una tarde, esta vez con menos rencor. Él sonrió, sin
contestar.
Raúl terminó
instalándose en su vida. Carla se sentía un poco incómoda, como si estrenara un
vestido nuevo que no le sentara del todo bien. Comenzaron pasando juntos
algunos fines de semana, para seguir compartiendo casi todas las noches. Ahora
él estaba buscando un departamento nuevo, más amplio, donde pudieran vivir los
dos. Ella no recordaba haber dicho que sí a ninguna propuesta. Es más, no
recordaba haber recibido una propuesta. Le confiaba sus inquietudes a Marzius,
que no parecía preocuparse demasiado. Estarás menos sola, le decía.
Carla seguía
dudando, pero poco a poco fue acostumbrándose al olor del tabaco que fumaba
Raúl. Incluso dejó de abrir las ventanas cada vez que él encendía su pipa. Más
le costó adaptarse a su música predilecta, pero como él respetaba sus
prolongados mutismos sin molestarla, ella hizo un esfuerzo sincero para tolerar
a esa serie de rusos y húngaros que él apreciaba sin reservas.
A Raúl no le
hacía mella el malhumor matutino de Carla, ni tampoco su cerrada negativa a
festejar las navidades. Lo único que parecía preocuparlo era la existencia de
Marzius. Era evidente que sospechaba algo. Esporádicamente tanteaba la
situación, haciéndole preguntas sobre sus largas caminatas y ofreciéndose a
acompañarla. Pero apenas ella se ponía a la defensiva, él dejaba de insistir.
De todos
modos, había que reconocer que la frecuencia de los encuentros con Marzius
había disminuido. Hacía casi un mes desde la última vez que se vieron, pensó
Carla, mientras miraba caer la lluvia a través de la ventana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario