viernes, 22 de marzo de 2019
LA IMAGEN DE PIEDRA
Caminaba
despacio, sintiendo crujir las hojas secas bajo sus pies. Se había tomado unas
horas libres para disfrutar del atardecer de otoño, que encendía los árboles
del prado con los matices del fuego. Se acercaba al estanque circular cuando
distinguió, desde un recodo del sendero, una figura de piedra semioculta entre
unos arbustos. Sin pensarlo mucho, se internó en la espesura y atravesó una
breve extensión de césped húmedo y desparejo, esquivando con cierta dificultad
los charcos que salpicaban de barro sus zapatos de piel. Recién cuando llegó a
unos pocos metros de la estatua, Rossi se detuvo, intrigada, y observó. La
silueta oscura de un hombre se recortaba contra el mármol límpido de una deidad
vegetal, una ninfa solitaria que hundía sus raíces en la tierra. El musgo
cubría la base de la roca de la que emergía el cuerpo semidesnudo, grácil y
esbelto, de la diosa. El torso levemente arqueado, la frente apenas inclinada,
la mano izquierda que sostiene, trenzadas, unas hojas de hiedra.
………
Tuvo
que recorrer la cuadra varias veces, tropezando con las baldosas flojas de la
vereda y enfrentando el viento helado que venía del mar, antes de identificar
la puerta de entrada. Ya estaba por desistir, pensando que había entendido mal
la dirección, cuando encontró la fachada que buscaba, casi oculta por el
despliegue luminoso de las torres vecinas. Angosta y cubierta por la hiedra de
muchos años, la casa se erguía taciturna en ese barrio que el auge de la
construcción había sembrado de cristalinos edificios de apartamentos. Rossi suspiró
aliviada. Hubiera lamentado no acudir a la cita. El extranjero que conoció en
el prado la había invitado, haciendo gala de modales decimonónicos, a visitar
la residencia que alquilaba por los pocos días que estaría en la ciudad. Quería
enseñarle una estatua que, aseguraba, se parecía misteriosamente a ella.
Ya
frente a la escultura, que descansaba al pie de la escalinata central del
salón, Rossi debió admitir que sus rasgos tenían algo en común. No era extraño,
después de todo. A través de su bisabuela materna seguramente compartía un
remoto origen genético con la joven toscana que un siglo antes había servido de
modelo al escultor. Sonrió y esbozó algunas frases amables con respecto al
bloque de alabastro que se erguía imperturbable ante ellos. Aunque se esforzó
en no demostrarlo, se sentía sutilmente halagada por la cortés insistencia de
su anfitrión en destacar su improbable perfil de divinidad etrusca. Él, con
exquisita formalidad, continuó mostrándole piezas de colección mientras
disertaba arrastrando las vocales, cantándolas casi.
Dirigía un
museo de provincia en las afueras de Florencia y viajaba en busca de objetos
que la alta burguesía rioplatense hubiera traído de la Europa del novecientos
para adornar sus mansiones. Pasaría un fin de semana en Montevideo antes de
continuar su peregrinación hacia Buenos Aires. Cómo habría hecho para descubrir
esa casa antigua, esa joya arquitectónica enclavada en pleno Pocitos, se
preguntó Rossi, mientras una deformación profesional la inducía a calcular los
metros cuadrados y a multiplicarlos por los dólares que cualquier empresa
constructora estaría dispuesta a pagar por ese espacio privilegiado. Tal vez la
finca fuera propiedad de un anciano excéntrico que se resistía a venderla y la
rentaba por breves períodos a diplomáticos o a selectos visitantes del
exterior. Era inevitable, de todos modos, que tarde o temprano una compañía de
demolición arrancara los paneles de roble que cubrían las paredes, hiciera
trizas los vitrales y fragmentara en pedazos la balaustrada de mármol contra la
que se apoyaba en ese momento. Pero al menos por ahora la inquietante morada
seguía allí, inmutable, resistiendo los embates de la modernización costera de
la ciudad. Incluso ellos dos, departiendo cordialmente al pie de un lienzo que
representaba en clave dieciochesca una escena pastoril, parecían haber evadido
las coordenadas del tiempo para permanecer estáticos, ajenos al devenir de los
siglos.
El
italiano era dueño de una sofisticada cultura que evitaba ostentar. Dosificaba
la erudición de sus comentarios con una naturalidad encantadora. Rossi, más
diestra en el manejo de las cifras que en las disquisiciones estéticas, trataba
de seguirlo lo más decorosamente posible, y si alguna de sus tímidas
observaciones había errado por un siglo o dos, su educado interlocutor no dio
señales de advertirlo. Por el contrario, parecía interesado y comenzaba a
cortejarla con una elegante reserva. Su mirada flotaba en torno a ella,
envolviéndola en una atmósfera de tenue seducción. Acostumbrada a soportar
diversas modalidades de asedio masculino, Rossi se sintió complacida por la
refinada displicencia del anticuario. Volvió a sonreír, lo que no era habitual
en ella. Acercó la copa a sus labios y paladeó los matices silvestres de un
vino oscuro como la tierra, degustando un lejano eco mediterráneo.
Más
tarde, mientras cenaban a la luz de los candelabros, volvió a pensar que había
algo incierto en ese hombre, una nota indefinible que no dejaba de intrigarla.
Creyó intuir que no buscaba sólo obras de arte. Aficionada a las novelas de
espionaje, Rossi no tuvo reparos en entregarse a las más extravagantes
conjeturas acerca de las actividades del enigmático florentino. Inteligencia
internacional, tráfico de piezas arqueológicas, análisis criptográficos. Sin
embargo, su apariencia vagamente arcaica y el aire un tanto anacrónico de sus
modales evocaban otra clase de investigación. El paradero del Santo Grial, por
ejemplo. La idea de que alguien pretendiera encontrar el cáliz sagrado en un
rincón de Montevideo la hizo sonreír. El hombre le devolvió la sonrisa, no sin
un destello de interrogación en la mirada. Rossi vaciló, bebió otro sorbo de
vino y se arriesgó a confiarle, en un tono ligero, sus inquietudes esotéricas.
No muy sorprendido, su anfitrión le contestó que sí perseguía algo especial,
aunque no se trataba del tesoro de los templarios ni de los arcanos de la
rosacruz. La conversación derivó hacia temas ocultos, remontándose a ceremonias
rituales de pueblos indoeuropeos y a cultos precristianos que sobrevivían,
intemporales, en algunas zonas de Italia. Brindaron una vez más por los
espíritus paganos de la tierra y entre miradas oblicuas y versos de Petrarca
apenas susurrados, la velada fue transcurriendo. Rossi practicaba, como era su
costumbre, un juego elusivo al que él se plegó sin dificultad, aunque no
lograra encubrir del todo las ráfagas de deslumbramiento que encendían de a
ratos sus pupilas. Pasaban las horas y la imprecisa sensación de haberlo conocido
antes se acentuaba. Recuerdos muy antiguos, perdidos en las brumas del tiempo,
pugnaban inútilmente por salir a la superficie.
………
El
coleccionista continuaba su viaje y la había citado para despedirse. La
esperaba impaciente en el lugar donde se habían conocido. Aunque más parco que
durante la noche anterior, la recibió con una actitud que rozaba lo
reverencial. Una niebla brotaba de la tierra, como si el prado respirara y los
envolviera en su aliento. Rossi sintió un frío que congelaba sus pies y ascendía
por sus piernas y su torso, paralizándola. La circulación de su sangre se hacía
más pesada y amenazaba detenerse. Extendió su brazo e inclinó su rostro para
mirar las hojas de hiedra, trenzadas, que el hombre acababa de entregarle.
Observó con tristeza la palidez travertina de su propia piel, la transparencia
veteada del mármol en sus dedos. Vio que el anticuario seguía de pie, solo,
frente a su cuerpo atrapado en la roca. Reconoció sus pupilas extasiadas, sus
labios que parecían musitar una plegaria secreta, como renovando sus votos ante
la diosa reencontrada. La antigua divinidad recuperada al fin, tras milenios de
búsqueda. Venerada desde tiempos pretéritos y cautiva otra vez, quizá para
siempre, de la devoción de sus fieles. El viento de otoño arremolinaba hojas
secas en torno a su pedestal.
jueves, 21 de marzo de 2019
LA CERRADURA EXTRAVIADA
Tenía
pocos amigos y no era dada a confidencias. Tal vez por eso no habló
con nadie acerca de los sueños que comenzaron a acosarla después de haberse
mudado. Su nuevo departamento, amplio y luminoso, estaba en el piso más alto de
una torre solitaria. La ausencia de otros edificios en las cercanías permitía
entrever, aunque distante y desde una perspectiva sesgada, la bahía de
Montevideo. Ya en los primeros días, Martínez adquirió la costumbre de
desayunar en el balcón, entretenida por el movimiento de los buques en el
puerto. A mitad de camino, la torre de las comunicaciones resplandecía contra
el cielo azul. Casi translúcida, su cúspide se tensaba como un arco, vibrante
en la reverberación de la mañana.
Espejismos,
pensaba ella, masticando sus tostadas. Una torre ensamblada de espejismos.
Sus
días transcurrían plácidos y rutinarios, pero sus noches no escapaban a una
pesadilla recurrente. Aún después de despertarse, fragmentos de sueños
inconclusos seguían flotando en la media luz de la madrugada. Sus puños que
golpeaban contra la madera maciza de una puerta cerrada, su propio cuerpo que
descargaba su ira y su impotencia contra los muebles oscuros, casi fúnebres, de
una habitación desconocida.
Un
sábado de otoño se despertó particularmente angustiada. Para
distraerse salió a caminar y sus pasos la llevaron hasta la plaza
matriz. Casi sin darse cuenta, se fue internando en el laberinto de puestos que
se ramificaban alrededor de la fuente. Entre los objetos que los feriantes
calificaban generosamente de antigüedades, a veces se encontraban piezas
valiosas a precios accesibles. Ahí había comprado una cajita de nácar en la que
guardaba sus pendientes, y también un trozo de madera agrietada que podría
haber formado parte, siglos atrás, del bauprés de algún navío mercante que
traficara en aguas del Río de la Plata.
Paseó
un rato entre los puestos, indecisa, tratando de combatir su inclinación
natural a adquirir cosas inútiles. Debería seguir un criterio coherente en sus
compras si quería iniciar una colección digna de ese nombre, pensó con
displicencia, mientras vacilaba entre un enigmático reloj de arena y una tacita
de porcelana en estado de franco deterioro. Un impulso la llevó a abandonar
estos objetos y decidirse por una llave grande y pesada, resto de un cerrojo antiguo.
La tomó entre sus dedos y la observó unos instantes, complacida por la certeza
de que esa llave nunca tendría una utilidad práctica en su moderno departamento. Dudó
al escuchar la cifra reclamada por el anticuario, que insistía en
que la llave estaba en óptimo estado y funcionaría a la perfección si ella
lograba dar con la cerradura indicada. Resuelta a llevársela, Martínez regateó
durante varios minutos con el quimérico anciano, cuya penetrante mirada no
dejaba de intrigarla. Finalmente obtuvo una rebaja que, aunque insustancial, al
menos dejaba a salvo sus pretensiones de ser una hábil negociante.
No
tardó en descubrir que la llave despertaba en ella sensaciones raras. Al
atardecer, mientras los estertores del sol se reflejaban en la torre de vidrio,
con sólo acariciar las espirales del bronce entre sus dedos podía sentir el
olor del mar, el golpe de las olas contra el casco de un velero. Unas palabras
resonaban en su mente, y aunque no entendía el idioma en el que estaban
pronunciadas, podía reconocer un juramento. Un pacto cuyos términos no lograba
recordar.
En
sueños, Martínez volvía a ver la puerta trancada, la blancura de las sábanas,
la enorme cama con dosel. El desesperado intento de escapar por la ventana,
trepando por las rejas coloniales del balcón hasta llegar a la azotea. El salto
mortal que le habría permitido alcanzar el muro de la casa de al lado para
bajar hasta la vereda y correr. Correr hasta el puerto por las callejuelas
empedradas de San Felipe y Santiago.
Mientras
las imágenes nocturnas se volvían cada vez más claras, Martínez comenzaba a
sobrellevar su vida corriente como una sonámbula. Transitaba por las calles
como a la deriva, flotaba entre la gente cuando hacía las compras en el
supermercado, veía los objetos como a través de una niebla y los sonidos
cotidianos se convertían en ecos confusos. Así, navegando entre dos sueños, se
le iban pasando los días.
Fue
recién a fines de abril cuando Martínez comenzó a comprender. Las visiones la
hostigaban, elusivas y turbias. Mujeres de negro que lloraban junto a su cama,
el olor a incienso que invadía la habitación, una voz castiza que salmodiaba un
responso inútil por el eterno descanso de su alma. La llave seguía siendo la
clave de esas vibraciones. La acariciaba durante horas mientras intentaba recordar
algo que palpitaba en su interior, sin atreverse a salir a la luz. Hasta que
una noche se durmió con la llave aferrada entre sus dedos.
Doña
Elvira no murió esa noche, como algunos dijeron. Nadie encontró su cuerpo
destrozado contra las losas del patio interior. Sus funerales no se celebraron
una mañana de mayo en la iglesia matriz, como contaron a sus nietos los descendientes
de la rancia familia de su viudo. Poco antes del alba, una llave giró
silenciosa en la cerradura, una figura embozada se deslizó escaleras abajo con
el sigilo de un fantasma y salió a la calle por la estrecha puerta que usaba la
servidumbre. Sus pasos recorrieron sin vacilar las pocas cuadras que separaban
el solar de su familia del muelle mercantil, donde un navegante escocés esperaba
desde hacía siglos, con las velas desplegadas para zarpar.
Ya
surcaban las aguas de la bahía cuando Martínez, con el manto aún cubriéndole la
cara, se volvió a mirar por última vez la ciudad que abandonaba para siempre.
El recuerdo brumoso de una torre de acero y cristal no la perturbó demasiado.
Los vestigios de su vida anterior naufragarían pronto en los ojos azules del
capitán, que dirigía las maniobras de los marineros desde el puente de mando.
Su voz impartía órdenes en una lengua extraña a la que Martínez no tardaría en
acostumbrarse.
miércoles, 20 de marzo de 2019
La secta
El
auto la dejó en la esquina, a pocos metros de una quinta que parecía
deshabitada. La noche era oscura y la única luz provenía de una lamparita del
alumbrado público. Matilde se acercó a la
reja entreabierta y al empujarla sus dedos se ensuciaron de herrumbre. Con paso
inseguro atravesó el jardín abandonado. Casi a tientas, subió por una
escalinata con balaustres de mármol y llegó a la puerta principal. No encontró
nada que se pareciera a un timbre, por lo que decidió usar la aldaba. Dio tres
golpes secos y esperó. Pasaron unos minutos hasta que sintió ruidos que la
orientaron hacia su derecha, desde donde venía un rayo de luz. Descendió por
los escalones desparejos, con cautela, y se dirigió hacia una puerta lateral
que no había visto antes y que ahora estaba entornada. La empujó y entró.
En el
vestíbulo la esperaba David. Se acercó a saludarlo, pero el retroceso casi
imperceptible que advirtió en el hombre la detuvo. Para disimular su turbación, Matilde comenzó a quitarse la gabardina, sin que él hiciera ademán de ayudarla.
Más repuesta y con la gabardina en el brazo, trató de asumir una expresión con
la que transmitir seguridad en sí misma. Lo intentó, al menos. Con un gesto
parco, David le señaló el camino y se apartó para dejarla pasar. Se internaron
juntos por un pasillo. Ella avanzaba con alguna indecisión, sintiendo los pasos
de David a su espalda y los ojos grises fijos en su nuca.
Llegaron
a un pequeño salón. David cerró la
puerta y la invitó a sentarse
junto a la chimenea. Era la primera vez que la invitaban a esa quinta, de la
que ya le habían hablado, y lo consideraba una demostración de confianza hacia
ella. Se sentía tontamente halagada, a su pesar. Volvió a su mente el pequeño envoltorio
que guardaba en su cartera. Estaba deseando dárselo a alguien y escapar por fin
de la tentación de abrirlo que la acosaba desde que le encargaron especialmente
que no lo hiciera. David se había esfumado y aunque estaba sola se sentía
vigilada, como siempre que entraba en contacto con ellos. Fingiendo
indiferencia, se dedicó a contemplar a su alrededor. Nada en los cuadros que
cubrían las paredes despertó su interés, eran anticuados y sin valor. Paisajes
convencionales opacados por gruesos marcos de color oro viejo, esculpidos hasta
la exageración. Todo el mobiliario tenía un aire demasiado conservador para su
gusto. Ceremonial, casi. Lo único notable era la gran mesa de caoba rodeada de
sillas macizas, de madera labrada, en la que con seguridad se llevaban a cabo
reuniones a las que ella no estaba invitada. Sabía que aún no era admitida en
todas las instancias, y esa interdicción le vedaba participar en los cónclaves
que tenían lugar periódicamente, en fechas rituales. Se preguntó quién se
sentaría en la cabecera. Janus, sin duda, si es que ése era su nombre. O su
apellido. Janus, ese hombre alto y de facciones sombrías que la observaba desde
el umbral de una puerta que no había visto antes. Reprimió el impulso de
levantarse para recibirlo, sólo lo miró y saludó con naturalidad. Su buenas
noches sonó tan absurdo que se arrepintió de haberlo dicho, pero no percibió
ningún atisbo de burla en los ojos claros, clarísimos, de Janus. Él se acercó,
inclinó levemente la cabeza a modo de saludo y se sentó a su lado.
Sin decir nada
extendió la mano y Matilde comprendió que debía cumplir el cometido que la había
conducido hasta allí. Revolvió la cartera, sin éxito, la sacudió y la volvió a
revolver, y cuando ya comenzaba a inquietarse -¿se lo podría haber olvidado?-
el dichoso paquete apareció. Pequeño como un estuche, lacrado y sellado. Se lo
entregó con aire triunfal. Un gesto indefinible cruzó el rostro hermético del
hombre mientras revisaba el lacre intacto, pasando las yemas de los dedos por
el sello que ella no se atrevió a romper pero que había examinado con atención,
tratando de descifrar su sentido. Eran unos signos raros, como letras de un
alfabeto arcaico.
En
ese momento, Matilde intuyó que se esperaba de ella que se levantara, saludara con
una ¿reverencia? y se alejara discretamente, pero esa noche venía decidida a
erosionar algunos supuestos. Cruzó con elegancia sus bien torneadas piernas, se
irguió todo lo que pudo en esa silla incómoda y asumió una expresión entre
candorosa y desafiante. Ese hombre parecía demasiado educado como para
conminarla a que se fuera. No lo hizo, en efecto, sólo se limitó a observarla. Matilde eludió su mirada y se concentró en las llamas de la chimenea. Hizo un
comentario trivial sobre el estado del clima y se aferró a los posabrazos del asiento, dispuesta a defender su posición en ese recinto aunque fuera por un
cuarto de hora.
¿Vodka? La voz de David sonó cálida en aquel ambiente tenso. Ella aceptó enseguida, Janus demoró
en contestar. Tenía acento extranjero.
La
bebida ardiente la confortó, contrarrestando la sensación de humedad que se deprendía de las paredes y de los muebles. Flotaba en el aire un
sutil olor a encierro que el perfume del incienso no lograba encubrir. Matilde pensó
que tal vez el viejo caserón estaba abandonado. Podría aclarar la duda
volviendo en otro momento, a la luz del día, pero si bien tenía la vaga idea de
que estaban en los suburbios de la ciudad, en la zona más alejada de la costa,
sería difícil para ella recrear el recorrido del auto que la había llevado. Carecía de memoria geográfica y los puntos cardinales le eran
ajenos, reconoció mientras bebía otro trago de vodka. Mientras tanto, David le
hablaba, dándole instrucciones para la siguiente misión. Ella escuchó
atentamente, pero no le contestó. Un arranque caprichoso la inclinó a
dificultar las cosas y comenzó a formular objeciones. David, desalentado, bajó
la cabeza. Matilde persistió en su negativa, sin dejar de insinuar la posibilidad
de acceder ante una eventual insistencia, una súplica tal vez.
Janus
carraspeó antes de hablar. Los primeros sonidos fueron roncos, con un dejo
gutural, como si hiciera años que no usaba sus cuerdas vocales. Pronunciaba las
palabras con cautela, como el que vuelve a expresarse en una lengua que ha
olvidado hace tiempo. Su acento seguía resultando extraño. No era francés, ni
inglés, tampoco italiano. Tal vez una mezcla de todos, esa suerte de matiz
indefinible de la gente que domina varios idiomas y ha vivido en muchos
lugares. Sin darse cuenta, Matilde se dejó arrullar por su voz grave, de tonos muy
bajos y cadencias remotas. Los ojos siempre tristes de David seguían fijos en
las llamas.
………
La
voz era la de Janus. Alterada, pero inconfundible. Nunca había sucedido algo
así, y Matilde no acertaba a discernir con claridad lo que debería hacer. Nada,
sería lo mejor. Colgar tranquilamente el tubo, terminar de secarse el pelo e
irse a dormir. Y olvidar para siempre esos últimos meses. Meses de
incertidumbre, de misterio, de temores irracionales. Estaba harta de esas
personas enigmáticas que aparecían y desaparecían, que decían protegerla para
tal vez, quién sabe, vigilarla. Que le asignaban extravagantes cometidos cuyo
alcance ignoraba, aunque suponía, quería suponer, que tenían una finalidad
bienhechora. O legal, al menos. Y un término como legal sonaba ajeno a esos
hombres sigilosos, de mirada taciturna, que parecían estar siempre al acecho.
Terminó
de secarse el pelo y comenzó a vestirse. Contra todos los dictados del sentido
común se puso la gabardina, tomó la cartera y salió. No quiso usar el ascensor
para que el portero de la noche no viera sus movimientos. Bajó siete pisos por
la escalera y se internó en el garaje, esa red de túneles subterráneos que se
extendía bajo el cristalino edificio. Sin dejar de cuestionar su propia falta
de criterio, Matilde encendió el motor, arrancó y salió por la rampa hacia la
calle. Tomó por el bulevar y se dirigió, lo más rápido que sus nervios le
permitieron, hacia el cruce que Janus le había indicado por teléfono. Era
lejos, hacia el lado del puerto, pero no tardaría más de veinte minutos en
llegar.
Atravesó la
ciudad vieja, las calles invadidas por hurgadores de basura, adictos y
prostitutas, jurándose a sí misma que si no veía a Janus, daría la vuelta y se
iría a su casa, esta vez para siempre. Janus no estaba. Quien se subió al auto, demudado y aterido, fue David. Jadeaba recostado contra el asiento, con
las manos aferradas a un tubo como los que se usan para guardar láminas o
mapas. Con voz sofocada, le indicó que continuara lo más rápido posible.
Respondió a las preguntas de Matilde con reticentes monosílabos que no aclaraban
nada, cerró los ojos y permaneció en silencio el resto del viaje.
Matilde aceleró para tomar la avenida del mar, dejó atrás la escollera y salió a la
ruta. Manejó casi dos horas, atravesando bosques y barrancos que a la luz de la
luna formaban un paisaje desolado. Cada tanto escudriñaba el espejo retrovisor,
temiendo que alguien estuviera siguiéndolos. Cuando llegaron a los pinares de
la costa, entró por unas callecitas de barro y se detuvo frente a una cabaña
apartada. Dejaron el auto en la cochera. Un Escort rojo con matrícula de
Montevideo podía alertar a eventuales perseguidores o perturbar a los escasos
pobladores del lugar. Entraron con una llave que David sacó de la nada y sin
atreverse a encender las luces, permanecieron inmóviles hasta que sus ojos se
adaptaron a la oscuridad.
La noche estaba helada y el miedo la hacía tiritar.
Se abrazó al hombre, que también temblaba. Él la rechazó con suavidad, pero Matilde lo aferró por la nuca y besó sus labios fríos hasta que se fueron entibiando.
Lo arrastró al dormitorio, lo tendió sobre la cama y comenzó a acariciarlo. Con
renuencia, él la dejó hacer. Al resplandor de la luna lo fue desvistiendo
lentamente, despertando su cuerpo de un viejo letargo, derribando las frágiles
resistencias que iban convirtiéndose en avidez. En pocas horas, Matilde avasalló
lustros de abstinencia, siglos de soledad. Lo exploró a su placer, le arrancó
gemidos casi inaudibles, lo forzó a suplicar con voz entrecortada. Lo hizo agonizar
y renacer una y otra vez. Bebió de él, respiró su aliento y devoró sus
estertores. Succionó su esperma y su voluntad, lo exprimió hasta consumirlo y
saciada al fin lo dejó caer exhausto, hundiéndose juntos en un sueño profundo
que los atrapó como una tela de araña.
………
Una semana después de la noche en la cabaña, Matilde volvió a escuchar la voz de Janus en el teléfono. Tenía que verla, le
dijo. Ella dudó. Había decidido terminar con ese juego sin sentido. Incluso estuvo
a punto de consultar a Ferreira, amigo y abogado de la familia, para
cerciorarse de que no había llegado a involucrarse en dificultades de índole
legal. O peor aún, llegó a pensar que tal vez corriera peligro. Se sentía
vigilada, controlada. No sabía quiénes eran esos hombres, ni de quién se
escondían. O qué era lo que buscaban.
Su primer
encuentro con ellos había golpeado como una piedra en el agua estancada de una
vida confortable, de relativo éxito profesional y socialmente estática. Pero
meses después de infiltrarse en esa red incierta, laxa, estimulante, comenzaba
a sentirse oprimida. Una tenue sensación de asfixia la asaltaba en los momentos
de reflexión. El problema era que no tenía elementos concretos para plantearle
un caso a Ferreira. Todo era muy vago. Y algunos episodios, inconfesables. De
sólo imaginar la velada censura de su mirada y sus amables consejos apelando a
la prudencia, se deprimía.
Cortó
con Janus y se sirvió un whisky. No debería salir, y menos con el temporal que
amenazaba desatarse en cualquier momento, pero no podía resistirse a esa voz
que la invocaba desde las profundidades de la noche. Resolvió verlo, aunque
fuera por última vez. Enfrentarlo francamente, hacerle todas las preguntas que
tenía atragantadas y exigir una respuesta. De igual a igual. Todo quedaría
aclarado, tal vez incluso podrían ser amigos. Y David, quería saber por qué
había desaparecido.
Siguiendo
las instrucciones de Janus, Matilde fue hasta el lugar concertado en un taxi que
tomó a varias cuadras de su casa. Cuando llegó, el temporal arreciaba. La
lluvia caía con fuerza, empapándolos. El agua les corría por la frente y las
mejillas. Janus la tomó del brazo y la condujo hasta una construcción
abandonada. Cruzaron los arcos ojivales del umbral y se adentraron por
corredores desiertos. Sus pasos resonaban contra las losas agrietadas por los
años y los muros de piedra parecían cerrarse sobre ellos. Se detuvieron a la
luz de unos cirios encendidos, bajo una bóveda de granito que amenazaba
desplomarse y sepultarlos.
Él musitó una frase ambigua, ella hizo preguntas.
Insistió, pero la dureza antigua de su mirada la hizo retroceder. Dio unos
pasos hacia atrás, susurrando palabras prohibidas con voz insegura. Antes de
que pudiera alejarse, él le aferró las manos y comenzó a hablar en una lengua
extraña. Era una especie de letanía, un discurso salmódico, ritual, que se
repetía una y otra vez. Su voz se impuso sobre la de ella, que aun contra su
voluntad se sentía subyugada por esa melodía rítmica, de inflexiones litúrgicas,
que parecía apelar a los más recóndito de su memoria genética, removiendo los
ecos de una contienda ancestral.
Escuchó y escuchó, sin entender. Escuchó con
sus oídos, con sus fibras nerviosas, con los poros de su piel. Sufrió cada
sílaba que atravesaba sus huesos y circulaba por sus arterias, contaminando sus
entrañas. Recién entonces comprendió. Supo quiénes eran ellos. A quién
buscaban. Y sintió que milenios de historia se posaban sobre sus hombros y
comenzaban a hundirla, inexorablemente.
Un espejo vacío
Eso
fue lo que vio Carla cuando Marzius cruzó el vestíbulo del teatro para
dirigirse a la salida. Faltaban varias horas para la función y Carla había ido
a recoger las entradas para el estreno de esa noche. Quedó algo extrañada al
ver la figura magra y distinguida de su amigo saliendo de una habitación cuya
puerta ostentaba un cartelito que decía “Privado”. Él la saludó con su cortesía
habitual, pero sin detenerse. Y mientras se alejaba con su paso tranquilo,
apoyándose apenas en su bastón, Carla pudo ver el vaivén de las puertas
reflejado en los espejos que cubrían las paredes de la sala. Permaneció inmóvil
durante unos minutos, abrumada por la confirmación de sus peores
presentimientos.
-Usted no es
real -le recriminó la siguiente vez que lo vio, sin poder reprimir su despecho.
Él se salió
por la tangente, tratando de evadir una respuesta concreta, pero Carla lo acosó
hasta que ambos llegaron a un silencio resignado. Después de esa conversación,
estuvieron un tiempo sin verse. Ella no podía dejar de pensar en su abuela,
muerta años atrás en una clínica psiquiátrica.
Volvió a salir
con Raúl, de quien se había alejado para cultivar esa extraña relación con
Marzius. Raúl no sabía escucharla con la atención que ella requería, y era algo
renuente a la hora de seguirla en sus laberínticos y fragmentarios
razonamientos, pero nunca perdía el buen humor. Juntos iban al cine, al teatro,
a conciertos. Intercambiaban libros, comentaban sus impresiones y raramente
hacían el amor. Raúl era el único ser humano capaz de vencer, con su entrañable
parsimonia, las resistencias que ella presentaba al contacto físico con otra
piel. Pero cuando Raúl comenzó un año sabático, se embarcó en una gira de
conferencias por varias universidades extranjeras. Carla volvió a estar sola y
Marzius no tardó en reaparecer. Comprensivo, atento, melancólico.
Pensó en
consultar a un psicoanalista, pero no era probable que Marzius condescendiera a
dialogar desde un diván. Además, qué podría hacer un médico con un espectro del
siglo XIX. Venía de una antigua familia de editores italianos y se conocieron
cuando Carla acababa de publicar su primer libro. Estaba leyendo, sentada en un
banco del Paseo Buschental, cuando él se le acercó. Con sus modales anticuados
y un tenue acento lombardo le preguntó cómo llegar hasta el rosedal. Carla,
habitualmente tímida y reservada, se encontraba unos minutos después contándole
sus proyectos literarios, su infancia transcurrida en los pinares de Maldonado
y su añoranza de Venecia, ciudad que nunca había conocido. Él la escuchaba con
un aire vagamente distante, casi distraído, pero sin perder una sola de sus
palabras.
Con el tiempo,
Carla fue adaptándose a la peculiar modalidad de su amigo. Se encontraban en
lugares solitarios, donde nadie pudiera verlos. Proyectaban viajar juntos a
Italia, pasear por las plazas florentinas y recorrer las catacumbas romanas.
Habían logrado un nivel de comunicación incomparable. Carla le leía sus textos
antes que a nadie, y solía tener en cuenta las sugerencias que él,
delicadamente, le hacía. Incluso fantaseaba con la idea de que Marzius, a su
manera, estaba enamorado de ella. A veces le proponía trasladarse hasta el
siglo XIX, para estar juntos. Los límites cronológicos no la inquietaban,
siempre había creído que el tiempo era una ilusión. Él permanecía pensativo
durante largo rato, como si ella estuviera planteando un problema insoluble.
Así pasaron
varios meses hasta que una mañana Carla recibió una llamada de Raúl. Había
vuelto y quería verla. No era difícil darse cuenta de que Raúl y Marzius eran
incompatibles. La relación con uno de ellos excluía necesariamente al otro. Le habló
del asunto a Marzius, que soslayó una respuesta concreta. La suya no era una
amistad exigente, le dijo. Estaba dispuesto a compartirla si podían conservar
algunos espacios. Por el contrario, era impensable comentarle algo de esto a
Raúl. No lo entendería. Carla decidió guardar silencio. Quería conservar a Raúl
y no quería perder a Marzius.
-No eres real-
volvió a decirle una tarde, esta vez con menos rencor. Él sonrió, sin
contestar.
Raúl terminó
instalándose en su vida. Carla se sentía un poco incómoda, como si estrenara un
vestido nuevo que no le sentara del todo bien. Comenzaron pasando juntos
algunos fines de semana, para seguir compartiendo casi todas las noches. Ahora
él estaba buscando un departamento nuevo, más amplio, donde pudieran vivir los
dos. Ella no recordaba haber dicho que sí a ninguna propuesta. Es más, no
recordaba haber recibido una propuesta. Le confiaba sus inquietudes a Marzius,
que no parecía preocuparse demasiado. Estarás menos sola, le decía.
Carla seguía
dudando, pero poco a poco fue acostumbrándose al olor del tabaco que fumaba
Raúl. Incluso dejó de abrir las ventanas cada vez que él encendía su pipa. Más
le costó adaptarse a su música predilecta, pero como él respetaba sus
prolongados mutismos sin molestarla, ella hizo un esfuerzo sincero para tolerar
a esa serie de rusos y húngaros que él apreciaba sin reservas.
A Raúl no le
hacía mella el malhumor matutino de Carla, ni tampoco su cerrada negativa a
festejar las navidades. Lo único que parecía preocuparlo era la existencia de
Marzius. Era evidente que sospechaba algo. Esporádicamente tanteaba la
situación, haciéndole preguntas sobre sus largas caminatas y ofreciéndose a
acompañarla. Pero apenas ella se ponía a la defensiva, él dejaba de insistir.
De todos
modos, había que reconocer que la frecuencia de los encuentros con Marzius
había disminuido. Hacía casi un mes desde la última vez que se vieron, pensó
Carla, mientras miraba caer la lluvia a través de la ventana.
Kilómetro 40
Cuando
vislumbró la casa entre los árboles, Marcela respiró aliviada. La oscuridad la
había desorientado un poco y temía haberse perdido. No debería haber cedido al
impulso de salir tan tarde, sobre todo después de una semana de locura. Ese
viernes había trabajado casi doce horas, terminando el inventario para
organizar el cierre del ejercicio. Tendría que haberse ido a dormir a su casa,
pero cuando Luis insistió en que la esperaba a cenar en El Faro, no supo
negarse. Aceleró demasiado, algo se le cruzó en el camino -no recordaba qué- y
perdió el dominio del volante. El auto quedó destruido, fue un milagro que ella
no se lastimara. Para peor, de noche y en pleno invierno. Por suerte, si bien
quedó un poco aturdida, pudo reconocer el lugar. Estaba a pocas cuadras de la
casa donde pasaba los veranos con su familia.
Sin
pensarlo mucho, se internó por los bosques de su infancia. El camino era
solitario pero no tenía miedo. Conocía esos parajes como la palma de su mano, y
aunque hacía años que no venía, confiaba en su memoria. Además, los balnearios
pequeños no cambiaban. Los pinos, las calles de barro, la luz de la luna
reflejada en los charcos, todo seguía igual. El susto que acababa de sufrir
valía la pena. De no ser por el accidente, no habría detenido su marcha para
volver allí. Iba casi todas las semanas al Faro, pero siempre soslayaba esa
zona de la costa a gran velocidad, con un vago sentimiento de culpa y de
pérdida.
Nítida
entre las sombras, la casa parecía estar esperándola. Casi alegre, cruzó el
umbral y se detuvo junto a la estufa a leña, sin fuerzas para encenderla. Tenía
frío y una sensación de humedad le atravesaba los huesos. El impacto había sido
muy violento y seguía mareada. Se miró las manos y las piernas, buscando algún
rasguño, moretones o incluso sangre. Pero no, sólo la palidez del invierno, el
cutis transparente que había heredado de su madre. Entornó los ojos y una
agradable somnolencia comenzó a invadirla. Pensó en Luis, que la estaría esperando
en vano.
Ya
se estaba dejando dominar por el sueño, cuando escuchó algo. La voz de Laura, una
tonada infantil. Sonrió, sintiéndose un poco cursi, y pensó que debería tomar
medidas concretas en lugar de permanecer así, aletargada, entregada a recuerdos
de un tiempo ya muerto.
Venían voces
del fondo, de la mesa donde almorzaba toda la familia. Entredormida, hizo un
gesto involuntario para ahuyentar a uno de sus primos, que intentaba robarle la
única aceituna que le había tocado en el reparto. La risa le burbujeó en la
garganta al recordar los modales infantiles del exitoso y polémico empresario.
Seguramente ya no organizaría concursos de eructos después del postre.
Sacudió
la cabeza, tratando de resolver algo práctico, como ir hasta el parador a pedir
ayuda. Pero estaba tan cansada. A través del sopor en el que se hundía
lentamente, escuchó su nombre. Sus primas la llamaban desde otra habitación.
Pegó un salto y corrió hacia el dormitorio de las niñas. Se detuvo extrañada,
alguien había cambiado los muebles de lugar. Abrió las puertas del armario y
miró los estantes. Todo estaba vacío. Se acercó a la cama más cercana y revisó
una y otra vez debajo de la almohada, sin recordar lo que estaba buscando.
Confundida, se encogió en un rincón. Comenzaba a inquietarse. Luis no conocía
la casa de los pinos, nunca podría encontrarla.
El
silbido estridente de una sirena la despertó. Miró por la ventana, pero la
niebla era tan espesa que no pudo ver nada. Se acurrucó en la cama y decidió
esperar a que amaneciera. Cuando su padre llegara, encendería el fuego. Su
madre la cubrió con la frazada y le acomodó el cerquillo. Sintió el aliento
tibio en su frente. Una luz violenta la sobresaltó y trató de incorporarse.
Pero no, todo seguía en tinieblas. Se recostó y extendió el brazo buscando la
mano de su padre, grande y gruesa, algo áspera. Un olor fuerte, como a desinfectante,
la reanimó por un momento. Abrió los ojos y vio a Luis. No, no era Luis. ¿Quién
era ese hombre que se inclinaba sobre ella? Entre voces desconocidas sintió la
de Laura, otra vez. Se moría de sueño, pero hizo un esfuerzo indecible por
murmurar unos versos de aquella canción infantil.
A
través de las personas que la rodean, comienza a reconocer algunos rostros. Su
padre se acerca y la mira intrigado, sin comprender lo que ella trata de
decirle. No importa, está ahí y le tiende la mano.
Crónica de una noche infinita
El
taxista miró por el espejo retrovisor la expresión abstraída de su pasajera.
Sin decir nada aminoró la marcha y continuó transitando, sin apuro, por el
amplio bulevar cercado de palmeras. El barrio periférico indicado por la
elegante mujer que recogiera en la esquina más luminosa de Pocitos estaba a
unos veinte minutos. Sin embargo, decidió planificar un recorrido indirecto y
largo. Era una noche de pocos clientes y quería sacarle provecho a ese viaje,
aunque no le gustara la idea de internarse a esas horas en la que fuera, hasta
principios de siglo, una zona señorial. Abandonadas por las familias pudientes
que décadas atrás decidieran emigrar hacia la costa, las mansiones del
novecientos estaban en ruinas. Deshabitadas o invadidas por intrusos.
La
llovizna empañaba el aire inmóvil de la noche. Bajo el tapado de piel, Lala
sintió escalofríos. Había tomado un taxi para no llegar en su propio auto a la
casa de la calle Iturbide. El miedo y la ansiedad le provocaban un nudo en el
estómago y no habría sido capaz de conducir en esas condiciones. Menos aún de
regresar a su departamento antes de la madrugada
Hasta
hacía pocos minutos, Lala estaba tomando un whisky en una confortable sala de
estar, tratando de seguir una conversación banal sin que se notara que su mente
estaba muy lejos de allí. La plática intrascendente de sus amigas no le
molestaba. Por el contrario, le servía de plataforma para entregarse a sueños
inconfesables. Después de su divorcio, Lala se había esmerado en cultivar una
imagen de mujer inaccesible. El juego de atraer eludiendo le generaba un placer
menos trivial que el de un erotismo convencional. Y le aseguraba una corte de
obstinados perseguidores. Sus opiniones políticas no disminuían su atractivo.
Aunque irritantes, eran consideradas inofensivas. Los exabruptos socializantes
con los que Lala aún podía arruinarle la ceremonia del té a su madre no eran
falsos, sin embargo. O no siempre lo habían sido. Bebió un último trago
mientras recordaba, contra su voluntad, a su mejor amiga de la resistencia
universitaria. Aún después de tantos años, aquellos ojos de ceniza volvían,
cada noche, para interrogarla.
El
taxista, que había elaborado un trayecto largo y remunerador, estaba de todos
modos arrepentido de haber entrado en ese barrio. La extraña ocupante del
asiento trasero parecía desconectada de la realidad. La dejó en una esquina
desolada y aceleró para salir de ese lugar lo antes posible.
Con
el cuello del abrigo cubriéndole la cara, Lala caminó unos cuantos metros hasta
llegar a una puerta gris. Entró, sabiendo que la escuchaban. Acostado en la
cama, con los ojos fijos en la oscuridad, el hombre fumaría pausadamente un
cigarrillo mientras seguía, atento, el itinerario de los pasos cautelosos que
transitaban por el corredor y comenzaban a subir por los escalones gastados.
Como un animal al acecho, sentiría la respiración agitada, el susurro de las
pieles deslizándose hacia el suelo y el perfume violento que lo sofocaba.
De
a ratos se filtraba cierta claridad a través de las celosías. Las luces de
algunos autos extraviados en esa calle apartada se reflejaban, apenas, en los
botones del uniforme colgado de la única silla. Unas pocas palabras concertaron
el siguiente encuentro. Lala reprimió el impulso de acariciar el perfil
hermético que yacía a su lado y comenzó a vestirse con negligencia, apurada,
para iniciar el interminable camino hacia la salida.
Bajó
las escaleras mientras sentía flotar, entre las sombras, una mirada
translúcida. Casi jadeando llegó hasta la puerta. La cerró de un golpe y juró,
como todas y cada una de esas noches, que no volvería.
La cañada de los cuervos
Desde
el mirador los vio alejarse y desde el mirador aguardaba su regreso. A través
del aire que vibraba al calor del mediodía divisó, como tantas otras veces, una
nube de polvo que se acercaba, dando un extenso rodeo, hacia el casco mismo de
la estancia. Al principio pensó que eran jinetes guiando una tropa de ganado,
pero cambió de idea cuando sintió el ruido de un motor que amenazaba espantar
hasta a los caranchos que devoraban una oveja muerta. La camioneta patinó y
estuvo a punto de empantanarse junto a la portera, en un paso de barro que
cualquier volanta hubiera atravesado con facilidad.
Una
mujer vestida de hombre bajó del vehículo y se dirigió al patio interior como
si fuera la dueña de la casa. Tenía un lejano aire a sus primos de Illescas, sobre
todo en los pómulos, tan pronunciados que sugerían una inconfesable mezcla de
orígenes, turbia posibilidad que toda la familia hubiera negado con gesto
ofendido. Sofía no supo definir, sin embargo, la procedencia de sus labios
finos y voluntariosos, rasgo que no figuraba en los anales de los Barrios ni de
los Bandeira.
Sin
demostrar ningún temor, la desconocida entró por la puerta del fondo, subió por
la herrumbrada escalera en espiral y salió a la azotea. Se apoyó en una de las
troneras y permaneció un rato mirando el horizonte. Por un instante, Sofía dejó
de escrutar la lejanía y se dedicó a observar a esa joven de modales decididos,
calzada con unas botas de caña alta que hubieran sido más apropiadas para un
varón. Aunque hacía mucho tiempo que no
veía a nadie de su familia, no le fue difícil reconocer, a través de
generaciones, su propio destino. Se dejó invadir por un sentimiento de
compasión. Las primogénitas de los Barrios estaban condenadas a la soledad. Las
hijas menores, en cambio, solían alcanzar la dicha pero morían jóvenes, siempre
por causas difíciles de comprender.
No
tardó en volver los ojos hacia la distancia. Soñaba con ver perfilarse, a lo
lejos, la figura de su hermano en un tordillo. Y a su lado, como siempre, el
tape. Tantas veces los había visto galopando juntos… Montaban y salían campo
afuera, sin esperarla. Seguían alguna tropilla, iban a cazar o llegaban hasta
el arroyo para sacudirse la modorra de los mediodías de verano. Cuando ella
podía alcanzarlos, a pie o en un moro viejo de trote lento y cansino, intentaba
retener su atención y su compañía aunque fuera por unos minutos. Hablaba
demasiado, se burlaban ellos, pero a veces se quedaban a escucharla. Sofía les
contaba historias, leídas o inventadas, exagerando las peripecias y
entreverando los finales si notaba que su inquieto auditorio comenzaba a
aburrirse. Cuando la dejaban sola, hundía los pies en el barro fresco de las
orillas del Monzón y se dormía acompañada por el canto de las chicharras.
Por
las noches, mientras doña Tecla preparaba la cena, se reunían junto al fogón de
la cocina. Ella acostumbraba leer en voz alta los fragmentos más emocionantes
de alguna novela de moda, unas novelas románticas que sus tías de Montevideo le
hacían llegar con frecuencia, en un desesperado intento por consolidar una
educación casi inexistente. Los libros venían acompañados de unas misivas
largas y cariñosas, plagadas de consejos útiles para la formación de una señorita. Con solo proponérselo, susurraba la tía Babel en elegante letra
cursiva, su sobrina predilecta podría deslumbrar a los salones de la capital. Su
talle esbelto, agregaba la tía Aurelia, luciría con gracia los lujosos vestidos
que la prima Felicia le describía al detalle. Sofía, desparramada en una hamaca
a la sombra de un árbol, leía y releía aquellas cartas seductoras que la
llamaban desde la ciudad, alejándola de los parajes agrestes en los que había
crecido. En la quietud de la siesta, entre el sueño y el letargo, pensaba en
los mozos de buena familia que paseaban por la plaza matriz, apreciando la
belleza y la distinción de las jóvenes casaderas. Cuando el sol empezaba a
declinar, guardaba los papeles perfumados en una cajita de marfil que había
heredado de su madre y se iba a correr entre las chilcas acompañada de sus perros. Se trepaba a
los árboles con la agilidad de una comadreja y desde las ramas más altas les
tiraba piedritas a su hermano y al tape, que habían vuelto y hacían como si no
la vieran mientras desensillaban sus caballos.
Sola
en el aire transparente, Sofía volvió a pensar en aquellas noches del pasado,
en las historias de amor y de muerte que llenaban cientos de páginas. Para
fastidiarla, su hermano solía bostezar ostensiblemente en los momentos
culminantes de la narración. El tape, en cambio, la escuchaba absorto mientras
sus ojos oscuros se encendían al crepitar el fuego. Raras veces estaba su padre,
que pasaba la mayor parte del tiempo recorriendo sus extensas propiedades. En
esas ocasiones, la familia cenaba en el salón y el tape lo hacía en la cocina,
con los otros sirvientes.
Pensó
también en aquel amanecer de mayo en que todo terminó, cuando su hermano cruzó
el paso de las ánimas para unirse a las tropas que avanzaban incontenibles
hacia el sur. Partió contra la voluntad de su padre, acompañado por el tape y otros
hombres jóvenes de la estancia. Apenas tuvieron tiempo de despedirse. Sofía le
dijo que lo esperaría siempre. Él no contestó, ocupado en limpiar sus armas y
juntar las pocas cosas que llevaría en la expedición.
Los
años pasaron pero ella nunca envejeció. Conservó su cutis terso y el color de
sus cabellos, castaños como la corteza del ñandubay. Una mañana de primavera,
una prima más o menos lejana llegó con su esposo y un montón de niños a hacerse
cargo de la casa. Las risas y los llantos volvieron a escucharse en las
habitaciones, pero Sofía permaneció ajena al alboroto y el resto de la familia
se habituó a eludirla. Pasaba los días en el mirador y por las noches encendía
velas junto a las ventanas, luces que orientaran a los viajeros perdidos en la
oscuridad.
Las
generaciones se fueron sucediendo y ellos nunca regresaron. Alguien los vio,
inseparables, junto a una cañada. Su hermano estaba herido y el tape lo
cuidaba, inescrutable y fiel. Después, el rastro se perdió. Sus parientes se
fueron a Montevideo y aunque al principio volvían durante los veranos,
finalmente terminaron por olvidarse de aquellos campos.
Hacía
muchos años que el casco de la estancia estaba abandonado. Sólo pasaban, de
tanto en tanto, troperos que pernoctaban en el patio, bajo las estrellas, sin
entrar nunca en el viejo caserón. Los muros se fueron descascarando, casi todos
los vidrios estaban rotos. Los tapices, los cortinados y las sedas habían
desaparecido hacía tiempo.
En
la azotea, la mujer recién llegada seguía inmóvil, tal vez abrumada por tanta
soledad. La resolana le hacía fruncir la frente y el viento agitaba su cabello
suelto, demasiado corto. Sofía la vio hacer un gesto brusco para arrancarse de
la contemplación y la siguió con la mirada mientras recorría cada una de las
habitaciones de la planta baja, atravesando ambientes que habían estado desiertos
por décadas. Intentó inútilmente abrir la puerta principal, tanteó las ventanas
y los postigos que impedían la entrada de luz y de aire, y al final se detuvo
al borde de la escalera que conducía a los sótanos, sin decidirse a internarse
en sus profundidades.
Antes
de irse, bajó varios cajones de la camioneta y los amontonó en lo que una vez
fuera la cocina. Pensaría volver, quizá. A Sofía no le molestaba que hubiera
gente en la casa. Sólo pedía que la dejaran en el mirador, sola, acariciando el
horizonte durante el día, encendiendo velas para los ausentes durante la noche.
RAÍCES
Se conocieron en un congreso al
que Zeta asistió no como especialista en biología sino como amiga de la tierra. De la hojarasca que cubre las veredas en el otoño, del humus orgánico que se
descompone capa sobre capa. Estudiosa de grillos y escarabajos, intérprete del
rumor de los árboles. Y más tarde o más temprano, como todos, ánfora de
insectos, gusanos y larvas.
Él era experto en temas relacionados con el
calentamiento global y había sido invitado a dar una serie de conferencias.
Alguien los presentó en la cena de clausura. Conversaron, bailaron y en algún
momento de la velada él decidió postergar su partida. Se quedaría unos días más
en el país para que Zeta pudiera enseñarle unos parajes de la costa oceánica
que podían interesarle.
Pasaban
las semanas y él seguía demorando su regreso al norte. Hasta la noche que
bailaron por última vez, en un salón de fiestas rodeado por hectáreas de bosques.
Mientras se deslizaban con lentitud entre las otras parejas, él le hablaba al
oído. Ella escuchaba, más atenta a las inflexiones góticas de su lengua que al
contenido de sus palabras.
Cuando
se sentaron a la mesa, antes del brindis final, él le entregó un obsequio
inesperado. Zeta contempló el contenido del pequeño estuche, cuyo significado
era inconfundible. Permaneció en silencio. No le dijo que su piel rechazaba la
dureza del metal, que los pendientes hacían sangrar la membrana de sus lóbulos
y que el peso de los collares la asfixiaba. Se esforzó por sonreír y con frases
amables le agradeció la sortija que jamás, jamás usaría.
Con
la excusa de tomar un poco de aire fresco, Zeta dejó la sala. Después de
caminar un poco, se sacó las sandalias y continuó descalza. Recién se detuvo
cuando llegó al arroyo. No pudo evitar que sus pies se hundieran en el barro y
echaran raíces que se prolongaron hasta alcanzar las aguas subterráneas, las
únicas que podían calmar su sed. Sintió que la savia volvía a circular por sus
arterias, elevó sus brazos hacia la oscuridad y dejó que las ramas brotaran
entre sus dedos.
Así se quedó,
inmóvil, mientras la brisa de la noche acariciaba su follaje. Unos minutos
después vio acercarse al hombre que, inquieto por su tardanza, había salido a
buscarla. Lo escuchó dar vueltas en torno a ella, sin reconocerla ni prestar
atención al murmullo de sus hojas. Sus lágrimas corrieron por la corteza cuando
lo vio regresar al salón de baile, donde permaneció hasta el final de la noche
en una espera inútil.
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